ESTRENO EN MOVISTAR+
Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981) es una de las más interesantes presencias surgidas en el audiovisual español en las últimas décadas. Sus películas han ido concitando un creciente interés: Que Dios nos perdone, El reino, Madre, As bestas..., al igual que sus series: Frágiles, Antidisturbios, Apagón... Por eso su nuevo proyecto como creador, esta ambiciosa miniserie de 10 capítulos, Los años nuevos, se esperaba con gran expectación. El resultado, desde el punto de vista externo a quien esto escribe, parece ser muy favorable: general consenso crítico positivo por parte de los mass media y altas calificaciones del público en las páginas de referencia (IMDb: 8,1; FilmAffinity: 7,8). Para la ocasión se ha rodeado de dos guionistas, Paula Fabra y Sara Cano, de currículos todavía escasos, quizá por aportar también la visión femenina a una historia en la que ese punto de vista era, obviamente, fundamental. Fabra y Cano aparecen, por tanto, como co-creadoras, en pie de igualdad con Sorogoyen, aunque nos parece que el que ha cortado el bacalao es mayormente el cineasta madrileño...
Lo diremos pronto: a nosotros no nos ha convencido; o al menos no nos ha convencido tanto como esperábamos y preveíamos, a la vista de los tan interesantes títulos ya citados que ya nos había dado Sorogoyen como director de films y series. Lo intentaremos explicar a lo largo de esta reseña.
La serie consta de 10 capítulos, cada uno de los cuales se ambienta en ese período peculiar que va desde el último día del año, con su Nochevieja, y el primero del año siguiente, el conocido generalmente como Año Nuevo, que es el que da título genérico al audiovisual. Esos Años Nuevos serán, en este caso, los que van desde 2016 a 2025. En el primero de ellos conocemos a Óscar, médico internista en Madrid, en lo que parece una riña de pareja en los servicios de una discoteca o bar de copas. Por otro lado, en el mismo lugar, conocemos a Ana, que atiende en la barra; los dos tienen o están a punto de cumplir 30 años, con un día de diferencia entre ellos, aunque no lo saben, porque no se conocen. Cuando lo hagan, habrá un clic entre ambos, y a lo largo de la noche veremos cómo se va produciendo un acercamiento que culminará, ya en el piso del chico, con un intenso polvazo...
El problema de la nueva serie de Sorogoyen (más Fabra, más Cano) es su duración: nos parece que hay un error de partida cuando se planteó como una serie de 10 capítulos, a razón de un Año Nuevo (o la víspera, Nochevieja, que también aparece de vez en cuando) por cada episodio, lo que obliga a que haya capítulos larguísimos en los que no pasa prácticamente nada, lo que hay que rellenar con diálogos de besugos, siempre, eso sí, buscando la naturalidad a ultranza, lo que ciertamente se consigue, y eso es elogiable.
Pero lo que no puede ser digno de elogio es que esos diálogos, con frecuencia, sean tan inanes como los que tienen lugar en el episodio 4, el del año 2019, que se desarrolla enterito durante la cena de Nochevieja de Ana y Óscar con los padres de ella y con la madre de él (divorciada de su marido y padre de Óscar): hemos asistido a cenas familiares mucho más interesantes que ésta, en la que llegan a hablar de dónde se corta Ana las uñas de los pies, o si Óscar orina sentado en la taza del wáter... temas sin duda interesantísimos (por las que hilan, o, como pronunciamos en mi tierra, por las que jilan...). Pero no es solo ese capítulo el que resulta inane, sino también otros, en los que todo se va en parloteos de los dos protagonistas, a veces con otros personajes secundarios, las más de las ocasiones entre ellos solos. Como decimos, el problema de Los años nuevos es de raíz: para hacer 10 capítulos sobre otros tantos años hubiera sido necesario llenarlos adecuadamente de contenido, no re-llenarlos, como ocurre aquí con demasiada frecuencia; con el material con el que se ha contado se podría haber hecho una miniserie de 5 capítulos, a razón de 2 años por episodio, y ya iban que chutaban...
Está muy bien toda esa naturalidad de los diálogos y de los personajes, está muy bien los alardes técnicos desplegados, como esos largos planos secuencia que abundan en la serie, culminados por el último capítulo, con 46 minutos en plano secuencia (con un añadido, en plan “ahí queda eso”, de dos planos/contraplanos en primer plano de apenas unos segundos de los protas), está muy bien la búsqueda del realismo a ultranza, la intención de ofrecernos un trozo de realidad, aunque sea ficticia, incluso con “tour de force” notables, como filmar relaciones sexuales (muy variadas, nada del tópico misionero: cunilinguo, anilinguo, felación, masturbación... por haber hay hasta un gatillazo...) del tirón, en plano secuencia, muy desinhibidas, aunque obviamente simuladas, pero con un grado de verismo ciertamente llamativo. Los personajes, efectivamente, saben a reales, a auténticos, buscando un realismo, incluso un naturalismo a ultranza
Pero no está tan bien la cháchara que es casi consustancial a todos los capítulos: lo que hablan estos personajes... y eso que los diálogos son, ciertamente, muy creíbles, pero también muy poco interesantes... ¿y el silencio, para cuando? Tanto es así que, en los pocos momentos en los que no se habla en la serie, ese silencio resulta... atronador. Se agradece que se busque hacer algo así como una radiografía de la generación de los treintañeros españoles del último decenio, pero se echan en falta, entonces, algunos de los problemas a los que se vienen enfrentando estos en ese mismo período, tales como la precariedad laboral o la falta de vivienda mínimamente digna, cosa que no aparece ni por asomo. Hay alguna referencia difusa a la actualidad política o social de cada año, aunque es evidente que a Sorogoyen y sus co-creadoras este tema no les interesa mucho, más allá de dar una mínima contextualización de la historia que se nos cuenta.
Hay episodios que son para olvidar, como el tercero, en el que los dos amantes, en sus primeros años de serlo, afrontan un día en el que todo les sale mal, con un cúmulo de desgracias (bueno, relativas, nada grave...) que nos hace pensar que los ha mirado un tuerto (uy, esto es políticamente incorrecto...), un capítulo inane que nada aporta, como el capítulo cuarto, el ya mentado de la cena con los respectivos suegros, que es también aburrido hasta el bostezo.
En el platillo de la balanza de los aspectos positivos de Los años nuevos habrá que colocar los capítulos en los que se podría decir que los personajes desarrollan mutuamente, de una forma que podríamos llamar ectoplásmica (o directamente fantástica, solo en su magín), la presencia del otro: en el capítulo del año 2021, con un Óscar reventado de trabajar en el hospital en una de las curvas ascendentes del entonces mortífero covid (aún no habían empezado a ponerse las vacunas), cuando llega a su casa se encuentra a Ana, con la que mantiene algunos diálogos que parecen tranquilizarlo... solo que Ana no está allí, sino a cientos de kilómetros, en Lyon. En el siguiente episodio, el de 2022, será la chica la que, en la ciudad francesa, tras un trance traumático, reciba la imaginaria visita de su ex, que servirá para calmarla y darle perspectiva. Esas escenas, hechas de forma muy realista, en las que no te das cuenta del componente fantástico más que a toro pasado, están muy bien, son imaginativas, y muy cinematográficas y modernas. Lástima que no todo raye a igual altura...
Porque en la serie todo es muy natural, pero también muy olvidable; todo es muy real, muy cotidiano, pero también muy aburrido. Además, con el paso de los capítulos, en los que se encuentran, se pelean, se reconcilian, etcétera, llega el momento en el que ya sabes lo que va a pasar, resulta previsible: en cuanto vemos que ya están más o menos bien, más o menos asentados, sabemos que surgirá alguno de los temas recurrentes de disensión, empezando con una mínima chispa que se convertirá en un voraz incendio que destrozará la relación... hasta la próxima reconciliación, y así sucesivamente...
Hay como una tendencia flamígera sobre la anterior obra de Sorogoyen, parece como si todo tuviera que ser más alargado, como si se tuviera que rizar el rizo de sus anteriores empeños fílmicos. Los diálogos cotidianos que buscan ser auténticos se alargan extenuantemente para rellenar tantos capítulos, y entonces lo verdaderamente mollar se esconde entre un mar de inanidades. Por supuesto, es una serie cuidadísima, exquisitamente filmada, interpretada, fotografiada, musicada... cuyo pecado original es su excesiva duración.
La música, por cierto, tiene notable importancia, en especial las populares canciones que la pespuntean, a veces canturreadas por los propios protagonistas, o que se escuchan en vinilos o móviles, y que tienen una intencionalidad evidente en cada uno de los capítulos en los que se incluyen, además de ser una belleza: véase el caso de Dalida cantando “Mourir sur scene”, o la versión “aggiornada” de la bellísima copla “El día que nací yo”, que cantiñea bastante entonadamente la prota, Iria del Río.
Volvemos al capítulo final, el de 46 minutos de duración del plano secuencia, porque ciertamente debemos hacerlo: y es que hay todo un alarde técnico y de planificación en ese último capítulo, todo un reto en el que no hay trampa ni cartón, muy arriesgado, con dos personajes a ratos enfurecidos; pero los alardes, cuando están ayunos de fondo, son inanes, están vacíos, y este “chico-encuentra-chica...” actualizado y autoral, en una serie extenuantemente alargada, resulta escasa en contenido, aunque pretenda ser, como decíamos, una cierta radiografía de la juventud española de nuestro tiempo, en su tránsito a la madurez, ejemplificada en una pareja que, como afirma el machadiano poema, “ni contigo ni sin ti/ tienen mis males remedio”.
Gran trabajo, sin duda, de los dos protagonistas, Iria del Río, a la que hasta ahora no habíamos visto esta intensidad, y Francesco Carril, visto en papeles secundarios pero de sólida carrera teatral que aquí se nota, especialmente en la filmación de los planos secuencia.
(17-01-2025)