[El lector interesado en la figura de Orson Welles puede consultar en Criticalia los siguientes artículos: Orson Welles: Amor a España. Pasión por Andalucía, Al otro lado del viento, “de” Orson Welles (capítulo I y capítulo II), y “Quijote-Welles”: ficción histórico-cinematográfica de Agustín Sánchez Vidal (entrega I y entrega II), todos ellos del profesor Rafael Utrera Macías, y Orson Welles-Francis Ford Coppola: vidas (no tan) paralelas, de Enrique Colmena]
En este año 2025 se cumple el 110 aniversario del nacimiento de Orson Welles, pero también el 40 aniversario de su fallecimiento. Esa doble y redonda efemérides nos va a permitir (qué bien nos vienen las conmemoraciones para recordar a los grandes...) traer a primer plano (ya que estamos hablando de cine...) una faceta del gran cineasta de Wisconsin que nos parece no está demasiado estudiada.
Hablamos de Welles y el cine negro, una relación que, para el lector no avisado, quizá le hiciera pensar en uno de los personajes más característicos de Orson, el del moro Otelo, un personaje descrito por Shakespeare como negro, así, sin eufemismos, sin que por ello cayera sobre él la (in)cultura de la cancelación (bueno, no demos ideas...), personaje sobre el que Welles incidiría en dos ocasiones en cine, una entre 1949 y 1952, en una versión así titulada, Otelo, sobre el original shakespeariano, que se prolongó en un azaroso rodaje varias veces interrumpido, y otra en Filming Othello, mucho más tarde, ya en 1978, una variación sobre el mismo tema, visto ya desde la perspectiva que da la edad y la sensación de estar, como así era, más allá del bien y del mal.
Pero para el cinéfilo avisado será evidente que el título de esta serie de artículos que vamos a publicar, bajo el título de La mirada negra de Orson Welles, a lo que se refiere es a las distintas ocasiones en las que el genio se aproximó al universo multiforme, turbio y con frecuencia perturbador del género al que los franceses llaman globalmente “film noir” (también “polar”, aunque tiene otras connotaciones), mientras que los angloparlantes también lo llaman “thriller”, aunque este término se suele utilizar más específicamente para las películas de suspense o policíacas. En España, por supuesto, hablamos de cine negro, y todos nos entendemos...
Ironías aparte, a vueltas con el apócrifo carácter negro del rostro tiznado de Welles para sus aproximaciones al personaje de Otelo (un tiznado facial por el que esperamos que no lo cancelen también, en esta inicua caza de brujas en la que se ha convertido el mundo del arte y la cultura), es interesante reflexionar hasta qué punto la desmesurada figura de Orson, no sólo físicamente, como estaba a la vista, sino, sobre todo, metafóricamente, ha opacado su acercamiento a géneros como el cine negro, probablemente el que más cultivó, si dejamos al margen sus adaptaciones shakespearianas (Macbeth, Campanadas a medianoche, el propio Otelo), o sus dramas químicamente puros (Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento, fundamentalmente). También es evidente que la irrupción de Welles en el universo hollywoodiense de los años cuarenta con una “opera magistra” como el citado Ciudadano Kane, supuso aureolar su personalidad con un brillo difícilmente alcanzable por cualquier otro cineasta y, consecuentemente, distanció su imagen de la de otros directores de la época que siguieron con éxito el difícil sendero del cine negro.
Queremos hablar, entonces, de las películas que Orson Welles realizaría dentro de ese complejo fenómeno del “film noir”. Comentaremos a lo largo de esta serie de artículos los films con temática inscribible en el cine negro que Orson Welles dirigió, fundamentalmente durante los años cuarenta. Ello, por supuesto, con las matizaciones que se puedan hacer sobre la idoneidad de esa denominación para algunas de esas películas, e incluso sobre el hecho de que la autoría de Welles (por su no acreditación como tal) esté en entredicho en algún caso.
Los tres títulos de esos años cuarenta que vamos a comentar son, por orden cronológico de rodaje, Estambul, El extraño y La dama de Shanghai. Pero, como no podía ser menos, no sería lógico ni comprensible hablar del Welles “negro” sin referirnos a la que posiblemente sea su obra maestra en este género, aunque se rodara ya en la década de los años cincuenta. Hablamos, claro está, de Sed de mal. Nos permitirán, pues, que realicemos al final de esta serie de textos una suerte de estrambote a cuenta de este último y fascinante título negro wellesiano.
Pero no queremos ni debemos entrar en materia sin primero situarnos en la figura gigante (en más de un sentido...) de Orson Welles, pero también en su contexto biográfico, esencialmente en el segmento temporal que vamos a comentar. Aun a riesgo de incidir en un personaje que se reputa conocido por todo el mundo, entendemos es conveniente dar algunas pinceladas sobre la vida y la obra de Welles: nacido en la localidad de Kenosha, en Wisconsin, en 1915, el pequeño Orson quedó huérfano de madre a la temprana edad de ocho años; muy pronto concibió un inusitado interés por el teatro, declamando a Shakespeare desde muy niño. A los doce años muere su padre, quedando bajo la tutela de un médico. Se dedica de lleno al teatro y consigue grandes éxitos al llegar a la edad adulta. Con el Mercury Theatre, compañía teatral de repertorio que fundó Welles junto al productor John Houseman, se adentra durante los años treinta en el entonces casi virgen terreno de la radio, y en 1938 consigue traspasar todas las barreras de la popularidad con la retransmisión radiofónica de La guerra de los mundos, el célebre texto de ciencia ficción de H.G. Wells, mediante el que un joven y avispado Orson de solo 23 años hizo creer que se estaba produciendo realmente una invasión extraterrestre en la noche del 30 de octubre de aquel año.
Este suceso hace que su ya bien ganada fama en el terreno intelectual se convierta en una popularidad masiva que abre el camino a su siguiente gran salto: en 1941, tras (según cuenta la leyenda urbana...) haber visionado multitud de veces La diligencia, de John Ford, para conocer al dedillo la técnica cinematográfica, rueda Ciudadano Kane, una versión apenas disfrazada de la vida del magnate de la prensa William Randolph Hearst, que le convierte de la noche a la mañana en el niño mimado de Hollywood, si bien el poderoso millonario removerá Roma con Santiago para segar la hierba bajo los pies a aquel “niñato” que se había atrevido a ridiculizarle en una película por lo demás extraordinaria, que perfila avances de gigante en la sintaxis cinematográfica, como, por ejemplo, el uso dramático de la profundidad de campo.
Pero su luna de miel con Hollywood termina pronto, con su segundo film, El cuarto mandamiento, cuyo montaje no gusta a los productores, que la remontaron, destrozándola en buena medida, y que además se estrenó en plena entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, con lo que este drama cuasi victoriano carecía mayormente de interés para sus dueños económicos e incluso, lamentablemente, para el público, que tenía el pensamiento puesto en el conflicto bélico. Un nuevo fiasco posterior, el rodaje inacabado de It’s all true, haría pasar a Welles de “niño terrible” a “niño maldito”. En 1945, recién terminada la guerra, rueda El extraño (también conocida como El extranjero), sobre la que hablaremos extensamente más adelante, que le reconcilia relativamente con la industria; pero con La dama de Shanghai, que también trataremos más ampliamente, vuelve a enemistarse con Hollywood, y a partir de ahí sus relaciones con el cine yanqui irán de mal en peor. Tras la adaptación shakespeariana de Macbeth, rueda Otelo en Europa, donde se instala cuando el ambiente en Hollywood, a causa de la caza de brujas del senador McCarthy, se hace irrespirable; hasta mediados de los años cincuenta no consigue hacer otro largo, Mr. Arkadin. En 1955 comenzará el dilatadísimo rodaje de Don Quijote, numerosas veces retomado y otras tantas interrumpido, un proyecto que no terminará nunca, aunque en 1992 Jesús Franco presentará un montaje del material rodado por Welles a lo largo de más de dos decenios.
En 1958 consigue otra de sus obras memorables, un film negrísimo y (literalmente) fronterizo, Sed de mal, sobre el que volveremos más adelante. El universo kafkiano encuentra un cauce inopinadamente apropiado en el mundo barroco y surreal wellesiano, cuando Orson rueda en 1962 El proceso, sobre la novela homónima de Kafka. Aún en Europa, concretamente en España, rodará Campanadas a medianoche, nueva vuelta de tuerca a Shakespeare, utilizando textos de hasta cinco originales del Bardo (entre ellos, Ricardo II, Enrique V y Las alegres comadres de Windsor). En el mismo año de 1966 filma Una historia inmortal, al año siguiente empieza pero no termina el rodaje de The deep y, por si no hubiera tenido suficientes desgracias con sus films inacabados, parte de la versión de El mercader de Venecia que rueda en 1969 es robada del maletero de su coche y nunca se pudo recuperar.
En 1970 comienza otro rodaje que no terminaría, El otro lado del viento (aunque Netflix, hace unos años, presentó un montaje con el material rodado por Welles), presagiando con ello una década no precisamente prodigiosa, con un último largometraje de ficción, Question mark, también conocido como Fake o Fraude, una vigorosa e imaginativa reflexión sobre el arte y su falsificación, y dos films que podríamos denominar documentales, Filming Othello y Filming The Trial, sobre dos de sus obras paradigmáticas, la tragedia del moro de Venecia y la visión kafkiana sobre el Poder del Estado, de alguna manera unos prodigiosos “making off” de ambas películas.
Esta obra como director se complementaría, por supuesto, con una amplísima tarea como actor, en papeles en los que su fuerte personalidad le hacía llenar la pantalla; bien es cierto que conforme fue engordando, esa capacidad le resultaba progresivamente cada vez más fácil, pero ello no aminora la impresión de que su carisma como intérprete fue absolutamente excepcional, irrepetible.
Orson Welles es, con toda justicia, uno de los grandes del cine, como lo son Eisenstein, Ford o Chaplin, uno de los indiscutibles, a la misma altura de un Miguel Ángel o un Leonardo en pintura, un Fidias o un Rodin en escultura, un Mozart o un Beethoven en música, un Shakespeare o un Chéjov en teatro, por citar solo algunos inmortales incuestionables. Pero tal vez esa grandeza ha eclipsado, como decíamos al principio, su aportación al cine negro. Lo veremos en próximos capítulos...
Ilustración: Orson Welles, en una icónica imagen de Ciudadano Kane (1941).
Próximo capítulo: La mirada negra de Orson Welles. Estambul, El extraño (II)