La combinación de nativos y extranjeros respondía a la idea básica de entrecruzar las vidas de unos y otros con sus opuestas cosmovisiones, de enfrentar vitalismo a racionalidad, sentimientos apasionados a costumbres ancestrales, desarraigo y exotismo a tradiciones y valores consuetudinarios. Todo ello en el “marco incomparable” de una Andalucía en la que paisaje y paisanaje se dan la mano afablemente y acogen al extranjero que, por voluntad o por azar, eligió aquella zona para vivir. Los casos de Irving (Washington), Ford (Richard), Brenan (Gerald), Woolf (Virginia), entre otros, suponen unos antecedentes que Borau actualiza y a la vez modifica. La vida cotidiana funde con la tradición mítica. La realidad de un pueblo contrasta con las costumbres ancestrales; una sucesión de hechos vividos o imaginados se imbrican en la leyenda que, al decir de propios y extraños, se cumple una vez más en el fondo de la cueva: allí habita una draguna que, tras satisfacerse sexualmente con los hombres, acaba devorándolos. Michael, inglés, escritor de profesión, dice investigar y documentarse sobre un antecesor y compatriota, Hyatt, habitante de aquellas tierras en siglo anterior, enamorado de una nativa (Carmelita), con quien nunca llegó a casarse y, según la leyenda, acabó devorado por la fiera. Afincado en casa de Daisy, americana bohemia, conoce a Pepa, una bella nativa, pintora de brocha gorda y cuidadora de su hermano Manolín, un mudo de quien, según se dice, sus atributos sexuales, cuando era niño, fueron ocasional deleite para la Sabina.
La llegada al grupo de la pareja extranjera Monica y Philip como también de Antonio, el novio de Pepa, trabajador en Londres, tensa las relaciones entre ellos. La extranjera, Monica, ha sido anteriormente amante de Michael; Philip es como el otro yo de éste; ahora viene como pareja de ella, aunque ambos con la intención de que el escritor escriba, es decir, acabe de investigar la misteriosa historia de Hyatt, tanto en su faceta sentimental como en su misterioso final con la draguna, y así editar un trabajo literario mercantilmente necesario para todos. El escritor, enamorado de Pepa, no quiere saber nada de estos o aquellos mientras el novio, intentando ejercer sus naturales funciones, encuentra cierta resistencia y sospechosas motivaciones por las que la pintora se comporta de forma poco natural. Entre excursiones por la comarca y fiestas locales, quien consigue pernoctar con Pepa es Philip como, casi paralelamente, Monica lo hace con Michael en una operación rescate con fines de mayor alcance que los estrictamente literarios. Los dos extranjeros, tan celosos como vengativos, se enfrentan en los dominios de la draguna mientras un coro de nativas y extranjeras esperan la salida del vencedor y del vencido. La leyenda se hará realidad una vez más, y los rugidos del animal, perfectamente audibles, serán interpretados como sinónimo de su existencia (por más que ninguno la haya visto); sólo quienes hayan descendido a la cueva sabrán la verdad de los hechos.
La Sabina es ante todo una historia de extranjeros y andaluces. Sobre las posibilidades cinematográficas de esta tierra, de su historia y leyenda, Borau parece tenerlo claro desde su etapa de crítico cinematográfico en “Heraldo de Aragón” donde, habitualmente, descalificaba los títulos que el cine español estrenaba por entonces y se lamentaba del mal uso, incluso folklórico, que se hacía de Andalucía. No era una mera queja oportunista ya que, cuando tuvo ocasión, mostró facetas de esta nacionalidad y de sus gentes desde las más lejanas opciones de la vulgar españolada. La Sabina, en su combinación de nativos y extranjeros, de realidad y misterio, de creencias religiosas y míticas, de paisajes naturales o románticos, es una de tantas excepciones a la regla que ni el cine español (anterior a los años setenta del pasado siglo) ni el etiquetado como “andaluz” (con posterioridad a ella), supo hacer. En resumen, es esa Andalucía “oculta y misteriosa”, en palabras del director, la que le interesaba y sobre la que pergeñó un guion lejano a consabidas y tópicas concepciones, ni naturalistas ni impresionistas, de la región andaluza; lejos de situar la acción en Las Alpujarras, escenario idóneo en un principio, se decantó por lugares malagueños y gaditanos, Benaoján, Setenil, Ronda, Olvera, para huir de “rarezas ecológicas” lejanas a naturalezas más comunes y, por ello, más descargadas de tópicos.
Volviendo al entramado de la película, el director es su primer analista tanto de la deconstrucción de los sucesos como, sobre todo, del anecdotario del rodaje donde el babel lingüístico hacía puntuales tropelías que sacaban de quicio al máximo responsable: desde el atuendo de Finch, caprichosa y autónomamente elegido, a la supuesta selecta dicción inglesa de Mary Carrillo; desde el estiramiento y la distancia, más al principio que al final, de la Andersson y Ward, hasta su compleja relación con el grupo nativo, por más que la fiesta, con la música y la bebida, incite a comportamientos más naturales, rebaje distancias sociales e, incluso, actúe como sensible lubricante para gozar a dos en un dormitorio donde las lenguas nativas son innecesarias para una “comunicación” de lenguaje universal.
La relación de los diversos hechos combina temas de distinta naturaleza, desde la evidencia de los escritores extranjeros avecindados en su elegido paraíso personal al funcionamiento (o no) de las fronteras, tan querido a Borau, sean éstas geográficas, lingüísticas, culturales o sociales. Únase a ello la creencia en mitos, divinos (la Virgen, con serpiente vencida a sus pies) o paganos (el misterio de la draguna y su relación con los hombres), junto a la repetición de los mismos según imperecedera creencia popular y la alternancia entre un diversificado conjunto de personajes, sean foráneos (Daisy, Monica, Michael, Philip) o nativos (Pepa, Antonio, Manolín, Félix). En este sentido, todo el trabajo de escritura / interpretación para configurar el personaje de Michael o el de Monica queda descompensado cuando Manolín (Montllor), Félix (Sánchez Polack), el marqués (Escobar), sin palabra o con ella, dan, en mínimo gesto o en precisa dicción, el carácter y las costumbres, en plenitud de sabiduría popular del vecino rural, sea éste campesino o aristócrata.
Todavía la triada de personajes imaginarios o “no reales”, por su no presencia, se establece en una pertinente triada: Carmelita, el amor de Hyatt, sólo “representada” en la conversación y mediante una fotografía; la Virgen María, aclamada su imagen en itinerante procesión y festejada mediante juegos de danzantes; y la Sabina, mito pagano, nunca representada o vista, cuyos rugidos podrían no ser otra cosa que los efectos del aire buscando su salida en el oculto laberinto de la agreste montaña. Esta fuerte presencia de personajes femeninos, con sus correspondientes efectos sobre los masculinos, nos lleva a una lectura tan simple como elemental pero muy presente tanto en la cultura mitológica como en la judeo-cristiana: la mujer es, de una parte, la receptora y emisora del amor (o Amor), y de otra, primera fuente de pecado; al tiempo, el mito, en su dimensión pagana, la muestra como donadora de placer y, en su versión religiosa, como redentora del pecado original.
El cartel anunciador de la película no puede ser más elocuente en este sentido: la entrada a la cueva es un gran orificio que al espectador se le muestra desde dentro (con los títulos de crédito) y desde el exterior (antes del fin); en ambos casos, el penetrable agujero, única entrada y única salida, es semejante a la abertura vaginal en su habitual morfología o en su referencia metafórica denominada “sonrisa vertical”. Naturalmente que cada una de estas representaciones serán referentes pragmáticos para las mujeres tanto en función de sus particulares creencias agnósticas (Daisy, Monica) como religiosas (Pepa). La cueva, con sus connotaciones de todo tipo (orográficas, culturales, etc.), tiene genuinos precedentes en la literatura; la mujer, habitante o conocedora de ella, también; no es extraño, por tanto, que el título de Borau haya sido relacionado con las serranas literarias que, de autor anónimo o conocido, han tomado cuerpo en las páginas del Arcipreste de Hita o del Marqués de Santillana, unas en sus variantes rústicas, otras en sus modalidades palaciegas.
De otra parte, la teoría borau-siana del plano/contraplano queda aquí fulminada en favor de planos más largos, con más aire, porque la composición y la puesta en escena, la competencia y desenvoltura interpretativa de Ángela Molina, el entrecruzamiento de foráneos en suelo ajeno y de nativos en terrenos metafóricos de difícil dominio para ellos, aconsejaba romper el molde de unos parámetros cinematográficos que el realizador había mantenido hasta entonces.
La recepción de La Sabina, al final de la pasada década de los setenta, en el contexto del cine español, en el contexto del denominado “cine andaluz”, fue muy positiva (más allá de poder señalar deficiencias de guion en alguna de sus partes, en la construcción de los personajes, en la imbricación de modos de vida ajenos a unos u otros). Haciendo muy selectiva las referencias, el periodista firmante en la revista “Juan Ciudad” del artículo “Cine de interés andaluz” (mayo, 1980), escogía el film de Borau, junto a Tierra de rastrojos, para aplaudir un tipo de película donde se explicaba, con naturalidad y sin afectación, realidades de un pueblo y sus gentes. Por su parte, Juan-Fabián Delgado, en “Andalucía libre” (enero,1980), aludía a los bellísimos escenarios, al vestuario, a ademanes y dichos muy bien observados y reflejados. Y el novelista Julio M. de la Rosa, en ABC (5, febrero, 1980), titulaba “Cumplimiento del mito” al comentario donde notificaba que la Andalucía de Borau aparece casi completamente exenta de tópicos; a la vez, sentenciaba el carácter tan sorprendente de la obra y anotaba, oportunamente, que es el tonto del pueblo, el emasculado por la draguna, el único de los personajes capaz de explicar el misterio, “pero los mitos no tienen explicación y el tonto es significativamente mudo”.
Ilustración: José Luis Borau (dcha.) y Rafael Utrera Macías en curso sobre el director organizado por la Universidad de Sevilla.