CINE EN SALAS
En 1971 Brasil llevaba varias décadas de gobiernos dictatoriales, desde mediados de los años treinta, cuando Getúlio Vargas instauró el llamado Estado Novo, a imagen y semejanza de los estados fascistas europeos (en ese tiempo, Alemania e Italia), dando lugar a un largo período de dictadura conocido como “getulismo”, un período que, tras su muerte a mediados de los cincuenta, continuó siendo la forma de gobierno más frecuente en el país de la bandera verde, amarilla y azul. A principios de la década de los setenta la dictadura militar seguía siendo la ilegítima forma de gobierno del país (la democracia no llegaría hasta 1985), en aquel momento bajo la presidencia del general Emílio Garrastazu. En ese contexto, la oposición de corte ultraizquierdista del país (a la manera de los Montoneros argentinos) llevaron a cabo un proceso de violenta lucha armada buscando deponer (con más moral que el Alcoyano...) el régimen dictatorial, secuestrando consecutivamente varios embajadores europeos para obligar al gobierno a la liberación de presos políticos. El régimen militar, como era de prever, respondió durísimamente, con una estrategia bien conocida en aquella zona (Iberoamérica) y en aquel tiempo (años sesenta y setenta, fundamentalmente), con detenciones arbitrarias realizadas por paramilitares y torturas en centros de internamiento que, con frecuencia, resultaban en alevosas muertes, con la consiguiente desaparición de los cuerpos.
Esta película cuenta una historia verídica, la del exdiputado del Partido Laborista (equivalente en España al PSOE), Rubens Paiva, cargo que ostentó en uno de los escasos períodos democráticos del país, entre 1962 y 1964, para, con la caída de la democracia a manos del enésimo golpe militar, exiliarse y, años después, volver al país para ejercer como ingeniero, actividad en la que gozaba de predicamento. Paiva vive con su familia en Río de Janeiro a principios de los años setenta, cuando la lucha desigual entre el ejército y las fuerzas opositoras se cobrará víctimas colaterales. Conocemos al ingeniero, a su mujer Eunice, que finalmente será la auténtica protagonista de la historia, así como a sus cinco hijos, cuatro chicas y un chico, teniendo la mayor, Veroca, en torno a 18 años (la muchacha marcha ese año a Londres con amigos a estudiar en Inglaterra). El único chico, Marcelo, como de 11 años, será quien años más tarde, ya convertido en escritor, publique en 2015 el libro Ainda estoy aquí, versionado para la gran pantalla en esta película. La familia tiene un buen pasar, porque se ve que el padre lo gana bien. Pero en un momento dado un comando de gente armada, sin uniforme, pero obviamente vinculado al régimen militar, visita la casa y se lleva a Paiva para lo que se supone que es una declaración de trámite... Pero Rubens no solo no vuelve, sino que al día siguiente Eunice y la segunda hija, Eliana, son también llamadas a declarar, lo que supone ser recluidas durante días en celdas infectas y sometidas a infames interrogatorios. Finalmente devueltas a la casa familiar, Eunice tendrá entonces que lidiar con una doble tarea, luchar por rescatar a su marido desaparecido, y llevar adelante la familia, cuando se ha quedado sin medios para vivir...
Walter Salles (Río de Janeiro, 1956) es probablemente (y sin probablemente...) el más importante cineasta brasileño contemporáneo; olvidados los casi antediluvianos cineastas del Cinema Novo Brasileiro (Glauber Rocha, Nelson Pereira Dos Santos, Joaquim Pedro de Andrade, Carlos Diegues...), de sus coetáneos solo cabría citar algunos nombres como los de Bruno Barreto o Fernando Meirelles, pero este último parece abducido casi por completo por el audiovisual anglosajón. Salles, con una carrera bastante ecléctica como director, que empezó hace casi cuarenta años, en 1986, presenta entre sus títulos varios que han trascendido, y de qué manera, fuera de las fronteras de su país, como la estupenda Estación Central de Brasil (1998), multipremiada y doblemente nominada al Oscar; Diarios de motocicleta (2004), una mirada cálida hacia un joven Che Guevara, cuando aún no sabía que se convertiría en un icono de la izquierda revolucionaria, y que ganó el Oscar a la Mejor Canción para Jorge Drexler; y En el camino (On the road) (2012), adaptación del texto homónimo de Jack Kerouac, novela fundacional de la Generación Beat. Ahora, con Aún estoy aquí, vuelve por sus fueros con una película que, inteligentemente, presenta su historia a la clásica manera, con un planteamiento en el que veremos a la numerosa familia Paiva, con su perrito Pimpâo, un chucho callejero adoptado entusiastamente por la nutrida prole; veremos que es una familia feliz, una familia sin problemas económicos, incluso con cuerpo de casa (la pobre Zezé, que cuando vienen mal dadas, será la primera sacrificada, seguramente de forma irremediable), que pasa los días entre los plácidos baños en la cercana playa, los estudios de los niños, en sus diversos niveles educativos según edad, y las tonterías propias de la infancia y la adolescencia, todos ellos amorosamente cuidados por un padre y una madre ciertamente ejemplares (quizá la mirada de Marcelo, el autor de la novela, sobre sus progenitores, sea inevitablemente magnificadora...); en el nudo, tras el secuestro (aunque fuera a la luz de día y sin violencia, no dejó de serlo...) del padre, veremos el quinario al que fue sometida la familia, primero con esa violencia soterrada del encarcelamiento en un calabozo en las siniestras mazmorras de la dictadura, después en la desolación de encontrarse abandonados por todos, sin dinero ni medios para seguir adelante; y en el desenlace, tras dos saltos en el tiempo (a 1995 y 2014), para conocer brevemente la situación de los componentes de la familia tras esas décadas transcurridas.
El resultado nos parece muy interesante y atractivo. Salles, con buen criterio, opta por no recurrir al trazo grueso, a las crudas escenas de torturas a los desaparecidos, algo que ya hemos visto en otras películas y que no es necesario volver a poner en imágenes, porque las conocemos perfectamente. Salles sabe que es mejor sugerir que presentar en pantalla los sádicos tormentos infligidos por los milicos a civiles indefensos: basta presentar unos gritos desgarradores en off, o una escena en la que, al pasar por un corredor, vemos durante apenas un instante a un infeliz torturado al que sumergen la cabeza en agua, pero sobre todo ese miedo sordo que corroe al secuestrado sin saber (o, quizá, intuyéndolos...) los insoportables suplicios a los que habrá de enfrentarse en los inicuos interrogatorios de quienes pueden disponer arbitrariamente de su dolor y de su vida. Antes hemos visto esa vida idílica de la familia Paiva, contraponiéndola con el período pavoroso en el que, viéndose privado de su padre, la madre tuvo que hacer de tripas corazón para sacar adelante a tan numerosa prole, y, además, hacerlo de tal manera que sus hijos (al menos los más pequeños) no fueran conscientes a ciencia cierta de la ruina social, pero sobre todo económica, que se había despeñado sobre sus cabezas; Eunice fue, entonces, lo más parecido a una madre coraje, una mujer que luchó denodadamente por rescatar al marido y, cuando fue evidente que no lo conseguiría porque lo habían asesinado, por obtener al menos un documento que acreditara esa muerte; todo ello mientras tiraba para adelante con la economía familiar, volviendo a la universidad, graduándose y trabajando precisamente en temas de Derechos Humanos (quién mejor...) para organismos internacionales.
Salles, como decimos, juega sabiamente con esa dicotomía, la placidez familiar inicial, contraponiéndola con el infierno posterior, a pesar del cual Eunice procuró que la maldición que cayó sobre el clan por mor de la insania de la dictadura militar afectara lo menos posible a sus hijos, intentando encapsularlos en lo más parecido a una vida (más o menos...) normal.
La película, de esta forma, se incorpora por derecho propio a otras justamente famosas que han denunciado las barbaridades cometidas por regímenes dictatoriales en Iberoamérica, como Desaparecido, Argentina 1985, Garage Olimpo, Bajo el fuego o La fiesta del chivo, entre otras muchas.
Mención especial para Fernanda Torres, que interpreta a la Eunice que tuvo que lidiar con el secuestro y asesinato de su marido, que hace un brillante trabajo, muy matizado y sin recurrir a la histeria, como hubiera sido tan fácil (y tan de cara a la galería): su trabajo es muy interiorizado, muy de miradas, de desesperación que se traga para no alarmar a los suyos, pero también de fuerza, de un coraje infinito, de una determinación contra la que no valieron las amenazas ni el acoso del abyecto régimen militar. Su madre, la eximia y veteranísima Fernanda Montenegro (95 años cuando se escriben estas líneas), interpreta conmovedoramente a esa Eunice ya anciana, estragado el personaje por un Alzheimer galopante que, sin embargo, no le impedirá emocionarse ante la visión en la pequeña pantalla de la televisión del rostro de su amado Rubens Paiva, al que arrancaron de su lado, de su vida.
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