CINE EN SALAS
A la chita callando, Ryan Coogler (Oakland, California, 1986) se está convirtiendo en el cineasta afroamericano por excelencia de lo que llevamos de siglo. Sí, claro, hay otros también interesantes, como Barry Jenkins, pero Coogler lleva una trayectoria en la que está combinando admirablemente comercialidad e intencionalidad artística, y eso no es tan fácil, además siempre con productos muy costosos que requieren un retorno en taquilla importante para no poner nerviosos a los ejecutivos de Hollywood. Y ya se sabe que hacer arte y entretenimiento a la vez, sin traicionar ninguna de esas dos patas del espectáculo, no es tan fácil. Pues Coogler, hasta ahora, lo está consiguiendo. La primera vez que llamó la atención fue con Creed: la leyenda de Rocky (2015), que, estando incardinada dentro de la saga creada por Stallone, tenía autonomía propia y era algo más, bastante más, que una peli donde dos tíos se ponían morados a mamporros sobre un ring; pero es que sus dos films posteriores, que forman un díptico, Black Panther (2018) y Black Panther: Wakanda forever (2022), eran una muy curiosa forma de enfocar un personaje de Marvel, el “pantera negra” del título, racializándolo (y no solo por su color negro), haciéndolo consciente de su raza y de la abominable forma en la que la dominante, la blanca, había tratado la suya. Además, en la segunda entrega, la precoz muerte del actor que lo interpretaba, Chadwick Boseman, permitió a Coogler dar un clarísimo sesgo feminista (además de negro) que tenía todo el sentido.
Ahora el cineasta afroamericano afronta un nuevo reto, este film de terror que es más que un film de terror; nos explicamos: es una peli de terror (que, además, a ratos da mucho miedo...), pero es algo más, bastante más... La acción se desarrolla en algún lugar del sur de Estados Unidos, en el estado de Mississipi, hacia 1931; será conveniente situarse históricamente: el país está sumido en una atroz recesión económica, la Gran Depresión, consecuente al Crack del 29; aún no ha llegado al poder Franklin D. Roosevelt, y por tanto no ha puesto en marcha la política conocida como New Deal, que resucitó (mediante una fortísima intervención del estado) la economía USA. En ese contexto, los pobres más pobres son los negros, por debajo de los blancos pobres; ya no hay, teóricamente, esclavitud, abolida por Lincoln casi ochenta años atrás, pero en la práctica los afroamericanos no solo son ciudadanos de segunda, sino que carecen prácticamente de ninguno de los derechos de los que disfrutan sus congéneres que tuvieron la suerte de nacer con la piel blanca. Conocemos a Sammie Moore, un joven apenas mayor de edad, de raza negra, que llega malherido a la iglesia donde su padre, el pastor del lugar, dirige un oficio religioso; el padre lo abraza, mientras la acción da un salto atrás y vemos lo ocurrido un día antes. Vemos entonces a los hermanos gemelos Smoke y Stack, que vuelven desde Chicago a su pueblo con intención de montar una sala de fiestas donde ofrecer música de blues, comida y bebida a los lugareños. Compran un local que les vende un viejo blanco, y se disponen a adecentarlo para esa noche, que se inaugurará; reclutan a varios músicos conocidos, entre ellos el propio Sammie, su primo, que canta y toca la guitarra como los ángeles. Pero esa noche, ya en la flamante sala de fiestas, llegan tres blancos que se quieren unir a la celebración, pero los gemelos detectan algo raro y, finalmente, no los dejan entrar...
Presenta Los pecadores, como decimos, una interesante mezcla de terror primordial y de denuncia social, en una visión que, si rascamos un poco, resulta ser una acre crítica hacia la relación dominante que la raza blanca ha desarrollado (quiero creer que el tiempo verbal, en pasado, es el correcto...) hacia la raza negra; así, aparte de los abominables relatos que los protagonistas (todos negros, o, como mucho, asiáticos) hacen de las tropelías cometidas por el Ku Klux Klan, hay otras más sutiles, como el hecho de que los vampiros (porque esta es una historia de vampiros que asedian a humanos) primigenios, los que buscan saciarse con la sangre de los afroamericanos, sean de tez blanca, incluso cuando bailan (en una escena que pone los pelos de punta...) lo hacen con los ritmos propios del Viejo Continente, el continente blanco por antonomasia, Europa, con un baile que recuerda poderosamente la (preciosa, por lo demás) danza irlandesa, esa que han popularizado en todo el mundo grupos como Lord of the Dance.
Así que, sí, terror, y con frecuencia pone los pelos de punta, pero también implicación, denuncia social, sobre la dominación de una raza sobre otra, quizá en línea con ese “ordo amoris” que conversos católicos de hace tres días (el vice USA, J.D. Vance, por ejemplo) pretenden extender a todo el mundo, un “orden en el amor” que se centra en los (literalmente) próximos y deja de la mano de Dios al resto.
Es cierto que el planteamiento, mientras vamos conociendo a Sammie, a los gemelos, a algunos de los músicos que tocarán en la bisoña sala de fiestas, a las relaciones sentimentales de los protagonistas, etc., resulta un tanto moroso, con una cierta falta de fuelle narrativo que, sin embargo, en la última hora se troca en un ritmo vertiginoso, a partir de que hacen su aparición los vampiros blancos dispuestos, como el lobo del cuento, a comerse a los cabritillos, en sesenta minutos de infarto en el que los asediados tendrán que ingeniárselas como puedan para evitar el acoso feroz de los no-muertos blancos y sus convertidos negros. Habrá lugar también para la insidiosa tentación: la vida eterna, aunque en puridad no sea vida, pero algo parecido a ello, que permite el mantenimiento para siempre de vínculos fortísimos, fisiológicos, como los que unen a los gemelos, un único óvulo fecundado por dos espermatozoides, lo más parecido a una única mente con dos cuerpos que hay sobre la Tierra.
Buena película esta Los pecadores, que renueva, y de qué manera, el cine de terror, haciéndolo más ancho, más extensivo, más propenso a lecturas no solo de género, sino también sociales. Lástima de ese inicial planteamiento no tan excelso, porque podríamos estar hablando de una de las obras maestras de la década.
La película nos regala algunas escenas memorables, como casi todas en las que se canta el primordial blues que hinca sus raíces en los ancestrales cantos africanos de donde procedieron los esclavos abyectamente capturados por los blancos, pero sobre todo aquella en la que, en un poderoso plano secuencia, Coogler incluye en un único plano todas las músicas populares del mundo, desde el propio blues o los cantes negros de África hasta, entre otros, la milenaria danza china y, ¡sorpresa!, también el baile flamenco...
Pero es que además Los pecadores es un potente film de acción y tensión, resultando ésta casi insoportable en su segunda parte, en una historia con reminiscencias del irredento sur norteamericano, ese que, a pesar del paso del tiempo, sigue teniendo aromas de algodón recogido por manos negras, de blancos que desprecian a los afroamericanos por su mero color de piel.
Buen trabajo interpretativo de todo el elenco principal, con un Michael B. Jordan (actor fetiche de Coogler) que se desdobla en los personajes de los gemelos, pero también de otros más nuevos, como el jovencísimo Miles Caton, al que le auguramos un muy interesante porvenir.
No deja de ser curioso que la banda sonora original de la película esté firmada por el músico sueco Ludwig Goransson, habitual compositor de los “scores” de Coogler, un músico que, por su origen, teóricamente no parece próximo a los ritmos afros norteamericanos, consiguiendo sin embargo una obra muy notable, llena de fuerza y de sones negroides, de un corte muy primigenio, como del principio de los tiempos.
(26-04-2025)
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