CRITICALIA CLÁSICOS
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Cecil B. de Mille (1881-1959) es quizá el más olvidado de los pioneros del cine norteamericano que prolongó con éxito su actividad más allá del cine mudo en la que comenzó en 1914. Otras figuras similares cuya actividad tuvo lugar tanto durante los periodos silente como sonoro, como Chaplin, Hitchcock o Capra, siguen gozando actualmente de gran prestigio. El hecho del furibundo anticomunismo de De Mille, ciertamente, no le debió de ayudar mucho en la consideración de la crítica de cine, en aquella época generalmente escorada hacia la izquierda.
Es cierto también que su cine, siendo de interés, estuvo siempre mediatizado por su búsqueda incesante del gran espectáculo, lo que le hacía desatender la posibilidad de hacer un cine más pequeño, más “de actores y paredes”, como diría Vicente Aranda, el terreno en el que, probablemente, se juega la inmortalidad en el cine. Pero lo cierto es que, en el área que consideraba propia, en la producción y dirección de cine espectacular, fue un número uno, con títulos que la Historia del Cine recuerda y recordará, generalmente ambientados en tiempos de la Historia Antigua (Cleopatra, en 1934, con Claudette Colbert), del Antiguo Testamento (Los Diez Mandamientos, versión de 1923, y Sansón y Dalila, en 1949, con Victor Mature y Hedy Lamarr), e incluso del Nuevo Testamento (El rey de reyes, versión de 1927) y de los primeros tiempos del cristianismo (El signo de la cruz, en 1932). Como se puede apreciar, su cine, en especial sus títulos más conocidos, estuvo muy impregnado de sentimientos religiosos cristianos que él se encargó de propagar.
Su cine siempre gustó de grandilocuentes escenarios, de grandes movimientos de masas de figurantes que le confería una magnificencia con frecuencia impostada, pero también, por qué no decirlo, hipnótica, como una sugestiva realidad paralela que solo existiera en ese mundo demilleano. Ya enfermo del mal de corazón que se lo llevaría a la tumba, tres años antes de morir, De Mille acomete la que para él debía suponer el epítome de su obra, una nueva versión, que debía ser la definitiva, de Los Diez Mandamientos, una versión que fuera el súmmum del cine bíblico, culmen y resumen de sus obsesiones e inquietudes cinematográficas, con hiperbólicos movimientos de masas y una inteligente utilización en pantalla de los grandes espacios, en cuya filmación De Mille era todo un especialista, habiendo experimentado con los planos generales desde sus comienzos en el cine mudo. De Mille sufrió un grave ataque al corazón durante el rodaje del film, lo que hizo que varias escenas fueran nominalmente dirigidas por su hija Cecilia, aunque nunca fue acreditada como tal; en la práctica fue el director de fotografía, Loyal Griggs, con el asesoramiento de Cecil B. de Mille, quien se encargó de dirigir esas escenas.
Cine espectáculo, pues, es lo que supone fundamentalmente el último film dirigido por Cecil B. de Mille, cuya marca de fábrica cinematográfica fue siempre su intención de hacer películas más grandes que la propia vida. En su momento Los Diez Mandamientos fue considerada como el no va más de la técnica cinematográfica, con escenas que pasaron con toda justicia a la antología de los efectos especiales, como la archiconocida pero no por ello menos impresionante apertura de las aguas del Mar Rojo ante los judíos en su huida de Egipto mientras eran perseguidos por las huestes del Faraón; muy merecidamente, los efectos especiales de John P. Fulton se llevaron el único Oscar de los siete a los que optaba la película. Por cierto que esa misma escena, filmada en 2014 por Ridley Scott en Exodus. Dioses y reyes, su versión de esta misma historia, resulta claramente inferior a la de Cecil: curioso, ¿verdad? Con el nivel alcanzado en nuestro tiempo por los F/X, el gigantismo del film de Ridley resulta, literalmente, increíble, inverosímil, mientras que la escena de la película demilleana mantiene incólume su auténtica, genuina grandeza.
El tejido argumental está servido, por supuesto, por el Antiguo Testamento, concretamente por el Libro del Éxodo, y cuenta la conocida historia de Moisés y su caudillaje del pueblo judío en su regreso a la Tierra Prometida, tras escapar del yugo egipcio, habiendo sido criado dentro de la familia del Faraón cuando fue encontrado, siendo un bebé, en las aguas del Nilo por una princesa del clan real. Ello propicia otra de las líneas de interés del film, la relación como de hermanos del Moisés príncipe egipcíaco y el futuro Faraón, una firme relación fraterna que sin embargo se romperá cuando el judío asuma sus orígenes hebreos y sea consciente, tras ser visitado por la presencia divina de Yahvé, de la gigantesca misión que se le encomienda, guiar a su pueblo durante cuarenta años por el desierto hasta llegar a la tierra donde “mana la leche y la miel”, según la poética definición bíblica.
Notable reparto: Charlton Heston es un muy apreciable príncipe egipcio que descubre su linaje hebraico y se erige en guía de su pueblo, en uno de los personajes más emblemáticos de su carrera; Yul Brynner, por su parte, es un formidable faraón, hermano de su hermano pero después su más enconado perseguidor; el veterano Edward G. Robinson aporta su extraordinaria sabiduría interpretativa, aunque no resulta fácil verlo en paños menores, con la vestimenta de la época. Las bellas son Debra Paget e Ivonne de Carlo, esta última muy popular en los años cincuenta, fama que reeditaría años más tarde, por muy distintos motivos, como la madre de la serie televisiva La familia Monster. Josué es interpretado por John Derek, un vistoso galán de la época, quien veinte años después llevaría a su esposa, Bo Derek, a una efímera fama en productos seudoeróticos como Bolero. La música, justamente célebre por su prosopopeya, es original de Elmer Bernstein, el autor de la mítica banda sonora de Los siete magníficos (1960) y de tantos otros famosos “scores”.
(24-03-2024)
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