En la segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo XX el concepto de musical clásico había sido prácticamente arrumbado, aunque durante las décadas de los treinta y, sobre todo, cuarenta y cincuenta, alcanzó un altísimo grado de calidad y de aceptación popular, con títulos míticos como Sombrero de copa, Cantando bajo la lluvia, Un día en Nueva York, Un americano en París, Siempre hace buen tiempo y Siete novias para siete hermanos, entre otros. Pero a partir de principios de los años sesenta, y sobre todo con el estreno de West Side Story (versión 1961, obviamente...), el musical cambiará para siempre, haciéndose mucho más libre, menos anquilosado, como correspondía a los nuevos vientos que soplaban en Estados Unidos y en el mundo (Elvis, Beatles, el rock’n’roll, los hippies, Martin Luther King, la contestación a la guerra de Vietnam...).
Ya nada sería igual, aunque todavía durante esa década de los sesenta se harán varios musicales a la antigua usanza que gozaron de popularidad, como Sonrisas y lágrimas, My fair lady o Mary Poppins, pero ya era evidente que el concepto de musical clásico estaba tocado de muerte. Por eso resulta un tanto sorprendente que en 1967 se acometiera el proyecto de llevar a la gran pantalla Camelot, versión del homónimo musical de Broadway, con letra y música de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, autores clásicos del género. El musical teatral, ciertamente, tuvo gran éxito, pero en líneas generales ese tipo de obra sobre los escenarios aguantó mucho mejor que su homólogo en cine, pero de eso no se percataron los fautores de esta, por lo demás, no despreciable adaptación cinematográfica. En los setenta, con la llegada de Cabaret, que vuelve a revolucionar el género, el tiempo del musical de clásicas maneras quedará definitivamente concluido.
La historia se ambienta en la Edad Media, en el territorio mítico habitado por el rey Arturo, en la Inglaterra de lo que se conoce como “ciclo artúrico”, que desarrolló la vida y peripecias de este legendario monarca británico, tan legendario que con toda probabilidad no existió como tal. Arturo, que ha llegado al trono de Inglaterra gracias al prodigioso hecho de haber podido enarbolar la espada mágica Excalibur, una tizona que solo permitiría tal cosa al rey del país, espera la llegada de su prometida Ginebra, que no le conoce, lo que hace que, en el bosque, cuando ambos se encuentran accidentalmente, ella hable mal del rey sin saber que está hablando con él. Cuando finalmente se deshace el enredo, los reyes se casan, muy enamorados, y Arturo declara su intención de constituir la Mesa Redonda, como metáfora de un reino igualitario en el que todos los caballeros que se sienten a ella serían iguales, donde reinaría la justicia y la paz, y los conflictos se dirimirían pacíficamente. Atraído por ese ideal utópico, llega desde Francia el impetuoso Lancelot du Lac, que quiere unirse fervientemente a la empresa, pero a la reina Ginebra, en principio, el nuevo caballero le cae peor que mal...
Joshua Logan fue el director escogido por la “major” Warner, que tenía los derechos para la versión cinematográfica del musical teatral. Logan tenía ya una consolidada carrera en cine, además de en teatro, que era su hábitat natural; para la pantalla grande había conseguido varios éxitos apreciables, como Picnic, Bus Stop o Sayonara, así que parecía que era el hombre adecuado. Y seguramente lo habría sido si el film se hubiera rodado diez años antes, todavía en los años cincuenta, pero no cuando ya el género estaba herido de muerte.
Porque este Camelot, en pantalla, resulta bastante acartonado, además de kilométrico (tres horas...), llegando demasiado tarde como musical, cuando el género transitaba ya por otros modelos. Estamos entonces ante un musical formalmente académico, en un tiempo en el que esa fórmula había ya saltado por los aires, con una envarada puesta en escena, teatralizante, rodada casi por completo en platós (concretamente en los estudios Warner, en Burbank, aunque se rodaron algunos planos exteriores en... Segovia), algo que ya en esa época, atisbando los setenta en el horizonte, era una práctica trasnochada. Hay, eso sí, hermosas canciones, procedentes del musical teatral, aunque también hay que decir que las coreografías son escasas, algo poco habitual en el género.
Es curioso porque, mientras que formalmente, como decimos, Camelot es una peli antigua (en el peor de los sentidos del término...), en el fondo es bastante más avanzada. Así, el mero hecho del enunciado, una película en la que el rey concibe una sociedad en la que todos (hablamos de los caballeros, claro, de los plebeyos no se acuerda nadie...) tengan el mismo rango, una sociedad en la que el monarca sea solo un “primus inter pares”, ya es llamativo, una especie de democracia (sí, descafeinada, pero democracia en la mismísima Alta Edad Media...) en la que, además, los litigios entre sus ciudadanos se dirimen ante un tribunal, sin más armas que la palabra, en vez de en duelos y enfrentamientos armados: civilización, pues, en vez de barbarie, en lo que podría considerarse como una utopía, un lugar pacífico y generoso, quizá el epítome de una Arcadia feliz, una sociedad alegre y confiada, finalmente un sueño roto, cuando todo se venga abajo por elementos tan dispares (o quizá no tanto) como los celos y el odio.
En el debe del film, sin embargo, habrá que incluir las sesudas disquisiciones, más o menos filosóficas, sobre el poder y la guerra entre Arturo y Ginebra, que darán forma a la idea de crear una orden de caballeros para que nunca más haya guerra, sentándolos a todos alrededor de una Mesa Redonda, una sociedad pacifista y sensata en la que solo se luchará por el bien, con el poder siempre de parte de la razón; todo eso está muy bien, pero el resultado en pantalla resulta digresivo, quizá no lo adecuado para un género, el musical, que no se ha caracterizado nunca precisamente por su tono intelectual.
No serán las únicas digresiones: también, tras el enamoramiento de Lancelot y Ginebra, habrá ocasión para escuchar los pensamientos en voz alta de Arturo sobre traición, pasión, amistad, devoción, debatiéndose el monarca sobre el dilema que se le presenta, hasta que finalmente decide ser el rey que quiere ser, decide ser civilizado: lo soportarán juntos, dando pie a un extraño triángulo que, a veces, recuerda a clásicos como la truffautiana Jules et Jim. En buena medida esa decisión de Arturo es también muy moderna: no irá contra su caballero ni contra su esposa, a pesar de que sabe que, efectivamente, ambos son amantes, en lo que podríamos llamar unos cuernos consentidos...
Mención aparte para el personaje maléfico de Mordred, el hijo de Arturo con Morgana, un personaje este Mordred que es como la suma de todos los vicios: él representa el nihilismo, la desidia, la indolencia, la negatividad, la siembra de cizaña, un auténtico hater medieval que en nuestro tiempo se dedicaría a escribir escribiría trolls en Twitter (llámale X...). Mordred es la fuerza malvada del hombre, que se opone frontalmente a la civilización, prefiere el caos y la maldad al orden y la cultura, es el Caín que todos llevamos dentro, aunque no siempre (afortunadamente...) aflore.... Mordred es también la tentación del abismo, la atracción de la maldad, del odio, del resentimiento, del cuanto peor mejor. Con él (aunque no solo con él: también por un rey deprimido por el abandono de su amor) se finiquitará el sueño de una sociedad más justa y feliz, una sociedad que entonces olvidará la justicia en beneficio de la venganza, la peor de las causas.
Una escena final, con un niño que quiere ser caballero de la Mesa Redonda, y que pone en palabras su idea de una sociedad más justa e igualitaria, devolverá la esperanza al rey en su sueño, un sueño que, a través de ese niño, cuando sea adulto, tomará forma de relato para que cuente lo que fue Camelot: “Ya he ganado mi batalla”, dirá entonces Arturo...
Buen desempeño del cuarteto protagonista, en especial Richard Harris, que con este film se consagró como estrella, confirmándolo poco después con el “hit” Un hombre llamado caballo. Vanessa Redgrave compuso una sentida Ginebra escindida entre sus dos amores, el rey y su caballero predilecto. Franco Nero resulta un seductor y creíble Lancelot, y David Hemmings resulta odioso (que es lo que se pretendía) como el horrible Mordred que, como el Yago de Otelo, precipitará el caos malmetiendo con sus insidias.
(01-02-2025)
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