Edgar Neville Romrée (Madrid, 1899-1967), de ascendencia inglesa y noble cuna, ostentó el título de Conde de Berlanga de Duero. Por cronología y formación perteneció a la denominada “otra generación del 27”, como Tono, Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela o José López Rubio. Por adscripción ideológica, en palabras de Gómez de la Serna, actuó como “señorito de la República”, aunque el diverso desarrollo de ésta y su culminación frentepopulista, desagradaron tan profundamente al escritor que no dudó en poner su figura e ingenio al servicio del bando franquista; tal aspecto no ha sido ajeno a la catalogación que la izquierda del “exilio interior” ha tenido siempre para con el personaje, más allá de los valores artísticos de su obra; por su parte, la censura del General Franco no le permitió sutilezas que, en aquellos años, no encajaban en la cuadratura de sus círculos ideológicos aunque, alguna otra, todo hay que decirlo, pasaba desapercibida dada su inspiración surrealista o su estilo expresionista.
Como prolífico cineasta, su figura y su obra pueden ser recordadas desde distintos tiempos y frentes, con tanta oportunidad como satisfacción de resultados; valgan algunos ejemplos: hace años, la Semana de Cine de Valladolid le dedicó un libro, firmado por el historiador Julio Pérez Perucha, donde se establecieron datos fidedignos sobre su completa obra fílmica, además de anexos complementarios referidos al plural oficio, literario y cinematográfico, del homenajeado. Posteriormente, el cineasta no ha dejado de ofrecer interés en su faceta cinematográfica, de manera que han proliferado estudios de una parte de su obra, sobre el conjunto de la misma o referidos a la interconexión de su cine con otras artes. Ponemos como ejemplo tres títulos: “Una arrolladora simpatía. Edgar Neville, de Hollywood al Madrid de la postguerra”, de Juan Antonio Ríos Carratalá; coordinado por este mismo autor, el colectivo “Universo Neville”; y para cerrar esta información bibliográfica, “Duende y misterio de un cineasta español”, de Christian Franco Torre, voluminoso y exhaustivo trabajo donde el estudio de la creadora personalidad, debidamente combinado con los aspectos biográficos, aporta resultados novedosos sobre tan singular personaje.
A su vez, en el ámbito de la filmografía, la película El tiempo de Neville, de Pedro Carvajal y Javier Castro, mostró la figura y la obra de un autor de tan gran sensibilidad como genuina personalidad. El “remake” de Gerardo Vera, convirtiendo La vida en un hilo en Una mujer bajo la lluvia, dio idea de la vigencia de su argumento y de la solidez de un guion digno de ser llevado a la pantalla para una ya muy distinta generación de espectadores.
Una mirada de conjunto a la hemerografía y bibliografía donde se registra su nombre y obra permitiría comprobar que, ni la más cicatera crítica del franquismo pudo ignorar su filmografía: algunos aspectos de su temática fueron acogidos con deliberado silencio evitando, incluso, un cortés aplauso. Muy al contrario, posteriormente, la “Antología Crítica del Cine Español” prodigó hasta cuatro las películas de Neville comentadas, sobre un total de trescientas, lo que elevó al autor, comparado con cineastas de más larga carrera, a uno de los puestos más significativos y relevantes. Del mismo modo, quienes, a lo largo de los años, hemos estado atentos a las emisiones de películas en formatos variados (vídeo, dvd, emisión por televisión, etc.), no nos hemos visto defraudados en el paulatino conocimiento de una filmografía, al menos esencial, que, ya en canales públicos o privados, ha permitido ir degustando títulos tan significativos como Duende y misterio del flamenco, La torre de los siete jorobados, El último caballo, La vida en un hilo, El crimen de la calle de Bordadores, El Baile, Domingo de carnaval, etc. Y es que el cineasta, más allá de aparentes bandazos ideológicos, se ha ido abriendo paso en la Historia, y no sólo del Cine, por los exclusivos méritos de una obra centrada en la originalidad de planteamientos y en el estilo de dirección, bañados ambos por un humor característico ejercitado en las ya históricas revistas “La Ametralladora” y “La Codorniz”.
Valga cuanto antecede para hacer ver que Edgar Neville es, desde hace mucho tiempo, y sigue siendo, un clásico de nuestra cinematografía y, como tal, sometido a circunstancias que, en unos casos, actualizan su nombre y, en otros, lo olvidan, más allá de los valores intrínsecos de su genuina e interesante filmografía.
Del Hollywood clásico al Madrid republicano
El inicio de su carrera tiene sus raíces en el mismo Hollywood de los comienzos del sonoro; llegó allí huyendo de la Embajada de Washington donde no le satisfacían ni la burocrática secretaría ni el ínfimo sueldo. En los estudios, sus amigos de verdad fueron Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y Mary Pickford; sus más que ocasionales amantes, Constance Talmadge y Conchita Montenegro -atrás quedaría su esposa, la historiadora Angelita Rubio-Argüelles, y estaría por llegar Conchita Montes-, sus anfitriones de excepción, W.R. Hearst y Marion Davies, cuyo recuerdo para Edgar es la otra cara de la moneda presentada por Orson Welles en su Ciudadano Kane. Irving Thalberg le contrataría para la Metro como “director de diálogos” y así aparece en los títulos El presidio y En cada puerto un amor. Es lástima, como documentó José Luis Borau en su libro “El caballero D´Arrast”, que la intervención de Neville en Luces de la ciudad, vestido de policía y en sus brazos la pequeña Amparito Rivelles, desapareciera entre el kilométrico celuloide descartado por Chaplin. De todos modos, el repertorio de vivencias al lado de tales monstruos sagrados no debe dar idea de que la presente etapa siempre fuera de color rosa.
Posteriormente, en la etapa republicana, llamado por la cineasta Rosario Pi, se incorporó al cine español; lo hizo con mediometrajes donde la crítica de la cursilería, nacional y extranjera, combinaba con la parodia del propio género cinematográfico. Tras la sublevación militar de 1936, encontrará acomodo en las filas franquistas para rodar cortos de clara exaltación nacionalista y, poco después, en la fascista Italia mussoliniana, se iniciará en el largometraje, filmando, entre otros títulos, la doble versión de su guion Frente de Madrid (Carmen Fra i Rossi); Neville se adelantó así, en años, al plural tratamiento de la guerra civil proponiendo ya la reconciliación de ambos bandos; ni siquiera la vestimenta falangista del director impediría a los censores franquistas aceptar semejante final.
A pesar de que la nueva cinematografía española se encontrara bajo mínimos de producción tras la durísima contienda, dos mediometrajes, Verbena y La Parrala, le permitieron a Neville reiniciar un tipo de cine que se desarrollaría, a partir de entonces, bajo la fuerte presencia y el claro protagonismo de las clases populares. Con semejante orientación, se fue construyendo una filmografía donde la cosmovisión y el mundo propio se resolvieron en guiones originales, desde Domingo de carnaval a Mi calle, o en adaptaciones ajenas de autores tan distintos como Armando Palacio Valdés y Carmen Laforet, Wenceslao Fernández Flórez o Emilio Carrere. El interés y la pasión por determinados temas le obligará a convertirse en productor de su propia obra y, en ocasiones, a empeñarse en proyectos económicos de difícil rentabilidad.
Las propuestas que Neville hizo en el cine español de la autarquía iban más acá de las altas misiones educativas o la magnificencia de lo histórico-victorioso; él se conformaba con temas menores donde el destino (con minúscula) o la casualidad conformaban nuestras vidas y, en lugar de contar las grandezas de las épocas imperiales, recurría al cotidiano vivir de la gente corriente a las que retrataba en sainetes cinematográficos impregnados de esencias propias de la pintura de Solana. Aunque su universo tiende a centrarse en un habitual escenario madrileño, no son infrecuentes las incursiones por geografías diferentes; así, Cataluña se hace presente en El señor Esteve y en Nada, con temáticas y resoluciones bien distintas, y Andalucía se deja ver, para merodear en la “españolada” sin pretender caer en ella, en El traje de luces, y, sobre todo, en la sugerente antología Duende y misterio del flamenco, cuya simiente procede del concurso granadino de 1922 donde Edgar, junto a Federico (García Lorca), Ignacio (Zuloaga) y Ramón (Gómez de la Serna), ayudaron a don Manuel de Falla en la tarea organizadora.
Un cuadro de costumbres propio o neorrealismo a la española
Frente a las pautas vigentes en el cine español de la época, Neville huyó de la retórica al uso y sobre todo, de aquellos personajes moldeados en nombre de lo que debe hacerse y pensarse; aún más, es el humor quien debe apuntar hasta en la situación más dramática (viene a decir: “en el clímax de la tragedia, muéstrese al caballero manejando cuchillo y tenedor para comerse unos huevos fritos”). Y es el sainete, como hemos dicho, el género idóneo para recrear sus postulados porque, según él, sabe a verdad y vida real, con esa clase media donde se da el costumbrismo más auténtico; es aquí donde el ramalazo republicano del señor conde filtra en sus historias los numerosos rasgos de aquella vida cotidiana de postguerra, desde el hambre al estraperlo, para construir un cuadro de costumbres propio que, no en balde, permite hablar de cierto neorrealismo a la española.
Es muy probable que este tipo de cine hubiera sido diferente sin la presencia constante de su compañera Concepción Carro Alcaraz (nombre artístico: Conchita Montes), una licenciada en Derecho que puso rumbo a la interpretación cinematográfica y a la adaptación teatral, además de ser la autora de un enjundioso y enrevesado crucigrama semanal llamado “El damero maldito”. En las ficciones cinematográficas dirigidas por Neville, ella fue una musa llamada Carmen, Mercedes, Nieves, Andrea, Isabel o Julia; en la vida real, la compañera de un humorista, obeso y bulímico, a quien, tras pantagruélica comida, le solicitaba la sacarina, dado que el azúcar engordaba demasiado.
Coda
Edgar Neville cambió la burocrática carta credencial por la lúdica creatividad cinematográfica de Hollywood; la nobleza de un título nobiliario, conde de Berlanga de Duero, por la actuación social de señorito republicano; la aparente fidelidad al franquismo autárquico por el protagonismo de las clases populares en su filmografía; la moderada figura física de madrileño ilustrado por la gordura de bulímico desenfrenado e impenitente; la facilidad del apasionado enamoramiento temporal por la fidelidad a una musa llamada Conchita.
Ilustración: Charles Chaplin y Edgar Neville, en un descanso del rodaje de Luces de la ciudad (1930).