CINE EN PLATAFORMAS
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El cine de Hirokazu Koreeda (Tokio, 1962), siendo su apellido también conocido con la transliteración Kore-eda, es un cine fundamentalmente sobre la familia y, en especial, sobre la infancia dentro de la familia; pero no sobre la familia al uso, o al menos no sobre historias de familias al uso, sino que en sus películas (en Occidente hemos visto ya, afortunadamente, una buena parte de su filmografía, y podemos hablar con conocimiento de causa) laten siempre historias familiares especiales, generalmente transidas de un doloroso conflicto con o entre sus miembros, o con familias que se escapan de esa denominación si somos estrictos, aunque no si tenemos mente abierta y capacidad para entender que las familias, también, pueden ser las que elijamos, como hacemos con los amigos.
Desde la primera película que vimos de Koreeda, la estremecedora Nadie sabe (2004) (aunque ya llevaba 15 años haciendo cine, fue la primera que llegó a Europa), ya se apreciaba que no estábamos ante un cineasta precisamente rutinario, ni mucho menos; desde entonces, en la larga lista de films que nos ha llegado con su firma, en prácticamente todos ellos late un conflicto familiar de muy diverso origen, que citaremos sin ánimo de ser exhaustivos: los pequeños hermanos separados que anhelan estar juntos de Kiseki (Milagro) (2011); los hijos intercambiados al nacer en De tal padre, tal hijo (2013); la reunificación de medio hermanas de distintas madres en Nuestra hermana pequeña (2015); la ficticia familia formada por una pareja y varios supuestos vástagos en Un asunto de familia (2018), sin que entre ellos exista relación sanguínea alguna, en una suerte de clan de arrecogidos que funciona, pero de forma filantrópica, como el grupo del Fagin de Oliver Twist...
Así que no era raro que esta su nueva película, la doliente Monstruo, jugara con mimbres parecidos, niños y familia, el cóctel con el que, muy ampliamente, muy laxamente, trabaja generalmente Hirokazu. Esta película, en su forma, tiene reminiscencias precisamente de un clásico del cine japonés, la magnífica Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, en tanto en cuanto se nos plantea como una historia con diversas versiones según el punto de vista desde el que lo contempla cada uno de los personajes de la cinta. Así, conocemos a Minato, un niño como de 12 años, que vive con su madre, Saori, habiendo muerto su padre años atrás; ambos parecen ser felices, pero de repente el niño empieza a comportarse de forma extraña; la madre investiga y se da cuenta de que algo le ocurre a su hijo en el colegio, llegando a la conclusión, tras conseguir que el niño hable, de que se trata de un caso de maltrato por parte del profesor Hori. Personada en el colegio, la dirección la trata con reservas y parece que no va a hacer gran cosa, más allá de obligar a Hori a disculparse. Pero pronto, a través de la versión del propio Hori, de Minato, y de su amigo Yori, de su misma clase, empezamos a ver que quizá la verdad sea otra...
El tema de Monstruo es doble, aunque íntimamente ligado el uno al otro: porque por una parte hablamos de la íntima revelación de sentimientos homófilos en la infancia, ese momento en el que un niño, o niña, hasta entonces una personita mayormente ajena a cuestiones eróticas, empieza a notar que quien le gusta físicamente es alguien de su mismo sexo, lo que, de entrada, en una sociedad (incluso la occidental en la que en gran medida se incardina culturalmente Japón) que todavía tiene enraizada una fuerte carga homófoba, más o menos latente o patente, supone un grave problema para la personita que se da cuenta de esos deseos supuestamente heterodoxos. Y el otro tema, profundamente ligado a éste, será el del abuso colegial y cómo los que no quieren delatarse entre sus colegas escolares como lo que son, por auténtico pánico a ser “el diferente”, “el mariquita”, o “la tortillera”, llegan a contribuir a ese abuso, incluso tal vez contra quien, precisamente, es objeto de su difuso deseo. Esa doliente colisión entre lo que se siente interiormente y lo que se quiere expresar de cara al exterior será motivo de serios conflictos interiores que pueden desembocar, como ocurre aquí, no solo en graves problemas psicológicos para el pequeño sentimentalmente implicado en semejante rifirrafe emocional, sino también para otras personas (verbigratia, el profesor) que pasaban por allí y, de rebote, sienten como su vida se va muy gentilmente al garete.
Con un guion muy medido del prestigioso libretista japonés Yûji Sakamoto, la película va desvelando poco a poco este intrincado caso, el de alguien todavía tan pequeño y sin embargo atrapado en una situación de la que no sabe cómo escapar, al entrar en conflicto su recién descubierta, y aún no asumida, condición sexual con la apariencia de “normalidad” que quiere presentar frente a los demás. Metáfora, quizá, de la complicada existencia dentro del armario durante la infancia, las diversas perspectivas del caso a través de sus personajes principales irán completando este doloroso puzle que, sin embargo (atención, ¡spoiler!), tiene un final feliz, decisión que entendemos va dirigida a dar esperanza a los pequeños que puedan encontrarse en ese trance, pero que desde luego no es coherente con lo que hasta entonces se nos había contado. Es cierto que Koreeda suele terminar sus películas (no todas: recordamos, por ejemplo, el tremendo fin de Nadie sabe) con remates más o menos felices, o al menos aparentemente felices, pero aquí se hace bastante cuesta arriba esa última escena que parece enteramente la de un cuento de hadas, casi con su correspondiente “fueron felices y comieron perdices”. Ojalá fuera así, pero nos tememos que, generalmente, nunca, o casi nunca, será así.
Aparte de ese final poco creíble, la película funciona perfectamente, con buen ritmo narrativo, en una historia amena que atrae la atención del espectador, siguiéndose con interés la trama e intrigándonos con los sucesivos enigmas que empiezan a aparecer en la, por lo demás, idílica familia monoparental protagonista. Koreeda es un cineasta ya veterano, que sabe lo que quiere y cómo decirlo, y su nuevo film confirma su talento para estas historias esquinadas protagonizadas por niños y sus, casi siempre, muy especiales familias.
Buena interpretación en general, teniendo en cuenta que la escuela actoral japonesa es muy dada a una cierta sobreactuación, según los cánones europeos y americanos, sobreactuación que, en realidad, no se puede considerar como tal, sino que forma parte de la idiosincrasia interpretativa del país. Especialmente debe señalarse el muy matizado trabajo, cuando es evidente que aún no tiene técnica actoral, del jovencísimo protagonista, Soya Kurokawa, que tiene actualmente 13 años, y que puede llegar a ser, si no se malogra artísticamente, un notable actor en el futuro. La película cuenta con una hermosa banda sonora de Ryûchi Sakamoto, el gran compositor y también actor, siendo éste su último trabajo musical antes de morir. El lector interesado en su obra puede consultar en Criticalia el artículo titulado Más allá de "Feliz Navidad, Mr. Lawrence": Ryûichi Sakamoto (actor, compositor) en 10 películas.
(04-10-2023)
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