CRITICALIA CLÁSICOS
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Robert Aldrich siempre fue un director con dos bemoles: a la hora de realizar sus films, elegir sus temas, manejar a los intérpretes, o buscar historias violentas. No en vano su obra más conocida y exitosa fue Doce del patíbulo (significativamente titulada The Dirty Dozen -La sucia docena- en su título original), seguida -en cuanto a repercusión- a la que hoy comentamos, que tampoco era precisamente una de dibujos animados. Robert Burgess Aldrich nació en agosto de 1918 en el estado de Rhode Island, en la costa atlántica de Estados Unidos, y era de familia acomodada, con el padre financiando y dirigiendo un periódico local, y con un abuelo que fue senador republicano, y ambos le impulsaron a estudiar Economía, pero lo dejó enseguida, tentado por el mundillo del cinematógrafo.
Se inició con la RKO y sus biógrafos dicen que fue ayudante de dirección de Joseph Losey, de Jean Renoir y del mismísimo Chaplin, rodando ya un primer y anodino largo en 1949. Pero los años 50 le fueron mucho mejor con dos westerns en 1954, Apache, con Burt Lancaster, y Veracruz, con Gary Cooper encabezando un gran reparto, que incluía a Sara Montiel. Y en 1955 atrae la atención de la siempre influyente crítica francesa con un policíaco muy duro y original, El beso mortal (Kiss Me Deadly), con el personaje del detective Mike Hammer, que daría luego mucho juego en series televisivas. Estabilizada su carrera, vuelve al cine del Oeste crepuscular con El último atardecer, con un reparto de lujo (Kirk Douglas, Dorothy Malone, Rock Hudson, Joseph Cotten y Carol Lynley), e incluso bajo pabellón italiano rueda un extraño ejemplo de cine bíblico con Sodoma y Gomorra, en 1962.
Y ya llegamos a Baby Jane, una repelente niña rubita de grandes trenzas a la que vemos triunfar en los escenarios, en 1917 según nos informa un rótulo. Su padre, y mánager, le saca buenos dólares, con las entradas y con la venta de una no menos horrorosa muñecota que la reproduce. Su hermana, morena, sufre el desprecio de su padre, pero su madre la protege. Ya tenemos a las dos protagonistas, saltaremos a 1935 y las vemos ahora adultas, con Bette Davis como Jane y Joan Crawford como Blanche, pero los roles han cambiado: al crecer, el público fue olvidando a la rubia, mientras la morena ha hecho carrera como actriz. Dicen las fuentes gacetilleras de Hollywood que cuando Aldrich iba con la novela original vendiendo la idea de revitalizar las carreras de Davis y Crawford, le preguntaban que quién iba a pagar una entrada para ver a dos viejas brujas, más propias de cuando el cine era mudo...
Al final, con su producción propia y la de Seven Arts, más la distribución asegurada de Warner Bross, el proyecto salió adelante. El guión de Lukas Heller, bajo control de Aldrich, nos cuenta toda una galería de horrores, odios y venganzas. Jane es una vieja maquillada que abusa del alcohol, y sigue con sus tirabuzones ridículos e infantiles, en tanto Blanche sufre un extraño accidente con su automóvil, al llegar a casa, que la deja inútil y en silla de ruedas. Entra en juego también el papel del orondo Victor Buono, como vecino y mediador masculino, y en apariencia la mala de la tremenda función que contemplamos es Bette Davis y la buena y razonable es Joan Crawford... pero hay muchos entresijos (pájaros, videos misteriosos y sadismos) que no vamos a desvelar. Aparecen también personajes secundarios, la asistenta negra, amigas, que intentan paliar -un tanto inútilmente- los rencores entre las dos hermanas.
El resultado, excelentemente narrado sin que decaiga el interés, es un desmesurado gran guiñol, una galería de horrores mutuos que parece responder a la fama de su director, que siguió hasta los años ochenta rodando films, desde un western paródico, Cuatro tíos de Texas, o un buen policíaco, La banda de los Grissom (siguiendo la gran novela de James Hadley Chase), un film itinerante durante la Depresión, El emperador del Norte, u otra del Oeste, La venganza de Ulzana, esta vez con un durísimo enfoque de los pueblos amerindios, y un gran trabajo de Burt Lancaster. Pero poco a poco la fama y la valía de Aldrich se fue pasando y su trabajo olvidado, a pesar de esos títulos, y otros, que seguían demostrando su puesta en forma.
Volviendo a este film de hermanas poco hermanadas, no podemos obviar un final que abandona el escenario retorcido y claustrofóbico de la casa para llevarnos a la luminosidad de la playa, a la que arrastra Jane a Blanche (en tanto nos enteramos de nuevos horrores secretos) y mientras va ensimismada en su locura a por un helado, aparece la policía -advertida por el vecino Víctor- a auxiliar a la inválida, que ha abandonada en la arena. Y el final culmina los horrores, con Jane y sus trenzas bailando y cantando feliz ante una multitud de curiosos extrañados...
A pesar de su dureza, la cinta tuvo grandes recaudaciones, máxime su escaso coste de un millón de dólares, cinco nominaciones a los Oscars (consiguiendo el del diseño de vestuario) y propiciando que dos años después el propio Aldrich rodara una ¿oportunista? secuela, Canción de cuna para un cadáver (Hush... hush, Sweet Charlotte), otra vez con Bette Davis y Victor Buono, pero con Olivia de Havilland como novedad. Y con el tiempo parece claro que aquellos que le dijeron al director que nadie querría ver a dos viejas glorias, no sólo se equivocaron sino que ambas revitalizaron sus carreras...
(05-05-2024)
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