Enrique Colmena

En capítulo precedente hemos hecho un somero repaso de la filmografía de Stanley Kubrick, cuando se cumple un cuarto de siglo de su repentino fallecimiento, tras terminar de rodar Eyes wide shut.

Pero además de dejarnos esa espléndida filmografía como para enmarcar, personalísima y arrebatadoramente arriesgada, Kubrick ha influido, y de qué manera, en todo el cine del último cuarto de siglo XX y este primer del XXI que (con un poco de suerte) se cerrará el próximo 2025. Veamos...


La influencia inabarcable

Quizá la primera película kubrickiana cuya influencia es detectable en sus contemporáneos y cineastas posteriores sea Senderos de gloria, en dos líneas: una la puramente formal, en la que los travellings a lo largo de las trincheras de la Gran Guerra han cobrado carta de naturaleza y no hay film que se haga sobre esa horrísona conflagración bélica que no incluya esa cámara avanzando o retrocediendo ominosamente por las trincheras. Véase, por ejemplo, el paradigmático caso de 1917 (2019), rodada por Sam Mendes más de sesenta años después, pero respetando ese canon estético y de lenguaje cinematográfico, en un evidente homenaje al film sobre la Primera Guerra Mundial por excelencia, el filmado por Kubrick; y dos, una línea de corte ético y moral, la denuncia de la utilización de la infantería, de los soldaditos de a pie, como mera carne de cañón, como números que se pueden sacrificar en el ara de la vanidad personal, o del beneficio propio, o de cualquier religión, o de la propia ideología, evanescentes tonterías todas ellas al lado de una sola vida humana. Desde Senderos de gloria hay un aliento humanista en cada guerra filmada (no hablamos de Rambo et alii, sino de cine de verdad...) que no se puede soslayar, que es inherente a ese tipo de cine bélico que, desde su película, ha de ser necesariamente antibelicista, o será otra cosa, será un cine de testosterona y tente tieso.

¿Qué decir entonces, de la influencia de Espartaco en el cine de su tiempo? Pues que, entre otras cosas, dignificó el género “de romanos”, el también conocido como “péplum”, que a finales de los años cincuenta se dedicaba mayormente a poner en pantalla a tíos tan musculosos como cortitos de cerebro, en películas que la cinematografía italiana convirtió en un subgénero (con todas las connotaciones negativas de la expresión...), a partir del gran éxito de Hércules (1958), una vez periclitada la época de esplendor norteamericana de los años cincuenta (Quo Vadis, Julio César, Los Diez Mandamientos...). Espartaco relanzó el péplum a principios de los sesenta, otorgándole al género una nueva prestancia, humanista y filosófica, una estela de la que bebieron posteriormente grandes producciones como Cleopatra, Barrabás y La caída del Imperio Romano. Incluso décadas más tarde no es difícil rastrear la huella de este valeroso film anti-esclavista y rotundamente favorable a la libertad con todas sus consecuencias en películas como Gladiator, que bebe sin recato en el tono heroico y mítico de aquella hermosa hazaña bélica que interpretarían para Kubrick gente tan buena como Kirk Douglas, Tony Curtis, Laurence Olivier y Jean Simmons.

En cuanto a Lolita, la versión de la famosa novela de Nabokov que Kubrick dirigió a principios de los años ochenta, aparte del (más bien lamentable) remake que realizó Adrian Lyne, con el mismo título, en 1997, hay algunos films que nos parece que claramente están influidos por esa historia ciertamente vidriosa, la del maduro que se obsesiona (hay otra palabra más fuerte y fea, que no usaremos...) de una adolescente con más peligro que el camión lleno de nitroglicerina de El salario del miedo... Entre esos films inspirados más o menos libremente por el espíritu turbio de esa historia desasosegante que nos presentó Kubrick estaría, por ejemplo, American beauty, la oscarizada película que descubrió para el cine al entonces solo prestigioso director teatral Sam Mendes, o, cambiando el sexo, en Reencarnación, la no menos vidriosa peli de Jonathan Glazer en la que una mujer adulta cree encontrar (porque así también lo afirma el crío) a su marido difunto reencarnado en, ejem, un niño de 10 años, o en la película danesa Reina de corazones y su remake francés El último verano, con una mujer madura seduciendo (o dejándose seducir, quizá) por un adolescente que, además, es su hijastro.

En el caso de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, Kubrick pondría de moda el tema del bombardeo nuclear mutuo y, con ello, el apocalipsis atómico que devastaría el mundo y arrasaría la Humanidad. Es cierto que el tono de comedia negra (negra no, nigérrima...) del film de Kubrick no sería el que seguirían otros films que trataron el tema, como Punto límite, El día después y Testamento final, entre otras, o el desgarrador anime Cuando el viento sopla, que se lo tomaron muy en serio, como quizá correspondía ortodoxamente con un asunto tan grave; pero ese final en el que una tras otra todas las bombas atómicas del mundo estallan a la vez, mientras nos parece oír, al fondo, las trompetas del Apocalipsis, mientras el Dr. Strangelove, hasta entonces postrado en una silla de ruedas, recupera milagrosamente el vigor en sus piernas y se pone exultantemente de pie al ser consciente de que el mundo (gracias entre otros a él) se va muy gentilmente al garete, toma las formas de un enloquecido sainete que, nos tememos, está bastante más cerca de la realidad, con la recua de politicastros que gobierna el mundo desde hace siglos, que del tono adusto de otros films mucho más dramáticos sobre al Armaguedón atómico.

Entonces, ¿qué decimos del influjo de la magistral 2001: Una Odisea del Espacio en el cine? Sobre pocas películas se ha escrito más, sobre pocas películas se han hecho más interpretaciones de todo tipo, en especial sobre esa última parte del metraje, cuando la historia que se nos cuenta se vuelve abstracta, conceptual, metafísica, y los análisis más sesudos tienen teorías para todos. 2001 es, con toda seguridad, la película de ciencia ficción (y no solo de ese género) más influyente en el audiovisual desde el momento de su estreno: por ejemplo, con la figura del ordenador (ese HAL 9000) que toma conciencia de sí mismo y actúa como un ser humano (pero, por supuesto, siendo mucho más inteligente que este), un ominoso precursor de la actual Inteligencia Artificial, esa IA que no sabemos qué nos deparará, aunque quizá lo que nos tenga preparado sea sustituirnos (y, obviamente, eliminarnos...) como especie dominante sobre la Tierra; o la estilización del espacio sideral, su consideración como lugar con total ausencia de sonidos pero donde la muerte puede acechar en cualquier recoveco, tras cualquier fallo, en cualquier maniobra; o la amalgama de la historia en clave realista con la simbolista, buscando antes la filosofía que el puro, elemental entretenimiento. Todo en 2001 ha influido en numerosos títulos posteriores; por poner algunos ejemplos, la saga de Star Wars (también muy influida, claro está, por la trilogía tolkieniana de El Señor de los Anillos), pero también Alien, el Octavo Pasajero y toda su recua de secuelas, más Interstellar, Marte (The Martian), Ad astra, Aniquilación, Ex machina, toda la saga iniciada por Terminator, Gravity... la lista es larga como un brazo.

La influencia de 2001 se ha dejado sentir también en el diseño de decorados y de vestuario, en los cánones con los que los diseñadores de producción han acometido sus proyectos de fantaciencia, por supuesto también en la música: los inolvidables acordes del Also sprach Zaratustra, de Richard Strauss, o el vals El Danubio Azul, de Johann Strauss hijo, o las cantatas atonales, como surgidas del abismo, de Ligeti.

Si 2001 tuvo una repercusión notabilísima en el audiovisual posterior, tampoco fue manca la de La naranja mecánica, la adaptación de la novela de Anthony Burgess cuya estética “new age” sería copiada hasta la saciedad, y cuya tremenda brutalidad, para su época, fue un claro antecedente de la que hoy recorre cualquier producto audiovisual que se precie. Temáticamente, las distopías, que hasta entonces se podían contar con los dedos de una mano (y sobraban dedos...), se multiplicaron casi hasta el infinito, y todas ellas, en alguna medida, son deudoras estética y/o temáticamente de La naranja mecánica: La fuga de Logan, Mad Max (Salvajes de autopista), 1997: Rescate en Nueva York, Blade Runner...

Barry Lyndon se convirtió, desde el mismo momento de su estreno, en el canon para cualquier tipo de producción de época que ambientara su historia en el siglo XVIII: la suntuosidad de los decorados, la vistosidad del vestuario, la iluminación exclusivamente por medios naturales o artificiales sin que medie la mecánica (hablamos de las famosas velas que confieren a las escenas un aspecto como de cuadro de Constable o de Romney), la delicuescente música clásica, con la Zarabanda de Haendel como bellísimo “leit motiv”... todo ello será inspiración, cada uno a su medida, en films posteriores que no tuvieron recato, como fue el caso de Los duelistas, primera película de Ridley Scott, en asumir esa herencia, esa influencia evidente, quizá porque negarla hubiera sido de idiotas. De ese mismo venero de Barry Lyndon, la versión kubrickiana de la novela de Thackeray, beberá sin duda generosamente Las amistades peligrosas, la espléndida adaptación del relato de Choderlos de Laclos que hiciera en 1988 Stephen Frears, y también su melliza Valmont, la versión del mismo drama que realizó Milos Forman o, anticipando en casi cien años la época en la que se desarrolla el film de Kubrick, Orlando, la adaptación al cine de Sally Potter de la novela andrógina de Virginia Woolf, o, más recientemente, la danesa Un asunto real, con Mads Mikkelsen. Todos esas películas, y otras muchas, tienen una deuda de gratitud con aquella Barry Lyndon que, en palabras de Alfonso Sánchez (el popular crítico de cine que falleció en los años ochenta, no su homónimo sevillano, director, guionista, actor y productor), fue “un milagro del cine”, redondo eslogan que, por supuesto, la distribuidora en español utilizó a destajo (para que después digan que los críticos no valemos para nada...).

La influencia de El resplandor, especialmente en el cine de terror, no parece estar en tela de juicio. Desde que se estrenó en 1980, la adaptación al cine de la novela homónima de Stephen King se convirtió (prácticamente como toda película kubrickiana) en un clásico, y el cine y las series que le siguieron no fueron inmunes a su tratamiento formal y temático. Así, desde entonces cualquier paseo por los pasillos de un hotel ya no son, como antes, una cuestión prosaica y sin interés: a la vuelta de cualquier recodo nos podemos encontrar a dos niñas gemelas cogidas de la mano mirándonos intensamente... y desde luego, sabemos que entrar en cualquier habitación de un hotel que no sea la nuestra (incluso la nuestra...) es muy, muy mala idea... Por supuesto, la enajenación mental, mayormente por problemas de incomunicación o de aislamiento, serán desde entonces habituales en cine: recordemos sin ir más lejos la reciente Joker, de Todd Philips, o la también producida hace pocos años El faro, o la más veterana (y también kingiana) Misery.

Es cierto que La chaqueta metálica, quizá una de las más endebles cintas modernas de Kubrick (sin que signifique que carezca de interés: cuando todo es de 10, un 8 parece poco, pero es un 8, no sé si me explico...), es también probablemente una de las pelis menos influyentes en sus coetáneos y cineastas sucesivos, quizá porque, como decimos, tuvo un menor impacto social y cinematográfico que otros grandes “hits” kubrickianos. Con todo, no es difícil rastrear su tema y su tono en films posteriores, en especial en lo tocante a la brutalidad de la preparación de los reclutas, que reaparecerá, y de qué manera, en películas como Jarhead. El infierno espera, de Mendes, convirtiendo al instructor duro como el pedernal en un arquetipo de esta clase de cine.

Por último, Eyes wide shut, el canto del cisne de Stanley Kubrick, a cuyo final murió de un fulminante infarto de miocardio, nos parece evidente que también ha tenido una influencia notabilísima en el cine y la televisión posterior, en especial cuando se quiere representar exclusivas fiestas privadísimas donde, además de alcohol y drogas, el sexo circula sin control, siempre en ambientes sofisticados como de secta de ricos, con mucha elegancia y vestuario minimalista, por supuesto siempre con máscaras que ponen picante a los posibles amantes, con temáticas sexuales en las que prácticas sadomasoquistas y otras parafilias no son imposibles (más bien son muy probables...). Pondremos solo algunos ejemplos recientes, los dos españoles, aunque se podrían citar otros: la serie Instinto, con Mario Casas, y el film Donde caben dos.

Ilustración: Una imagen icónica de la magistral, influyente 2001, Una Odisea del Espacio (1968), de Stanley Kubrick.