Cleopatra pasa por ser una de los grandes fiascos económicos de la Historia del Cine, a la altura de, por ejemplo, La puerta del cielo (1980), que llevó a la quiebra a la productora United Artists. En el caso de Cleopatra la que casi llega a la bancarrota fue la Fox, aunque finalmente consiguió salir adelante. La historia de cómo se rodó, cuánto costó y qué cúmulo de desastres de todo tipo acaecieron durante el rodaje requeriría casi una crítica exclusivamente para ello. Diremos entonces que todas esas cuestiones influyeron en lo que fue el filme en tanto en cuanto, sobre todo, el metraje que el director presentó a la productora, de seis horas, tuvo que ser reducido a poco más de tres, con lo que es evidente que el resultado no pudo ser el que Joseph L. Mankiewicz tenía previsto.
Con todo, las tres horas largas que nos ha sido dado ver en cine (aunque existe una versión posterior, digitalizada, que alcanza las cuatro horas) son absolutamente extraordinarias. Se puede decir, y no se falta a la verdad, que existen ciertas incoherencias en el relato, atribuibles al tremendo recorte del metraje, pero aún así, lo que queda es esplendoroso.
En el siglo I a.C., el cónsul Julio César, tras derrotar en Farsalia a su triunviro Pompeyo, llega a Egipto para mediar entre los dos faraones enfrentados, el adolescente Ptolomeo y su hermana mayor Cleopatra. Pronto se da cuenta de la suprema inteligencia y fascinante belleza de la mujer, y, tras eliminar al hermano, casa con Cleopatra y tienen un hijo, Cesarión, que esperan suceda en el futuro a César al frente de Roma. Pero ya en la metrópoli, Julio es asesinado en los “idus de marzo” por sus fieles, entre ellos su hijo adoptado Bruto, y Marco Antonio y otros seguidores de César derrotan en la batalla de Filipos a los asesinos del cónsul. Antonio, ya como triunviro, viaja a Egipto, donde se enamora de inmediato de Cleopatra…
La película de Mankiewicz (en cuya dirección también intervino inicialmente Rouben Mamoulian, pero no se pudo utilizar nada de su metraje al ser los protagonistas otros actores, finalmente desechados), a pesar de los recortes en su duración, resulta hoy día, medio siglo después de su estreno, un espectáculo fastuoso, y no sólo por los lujuriantes decorados, el espléndido vestuario y las acertadas interpretaciones; lo mejor del filme, con ser todo lo dicho grandioso, es la atmósfera apasionada, los diálogos en la mejor tradición shakespeareana: sin beber directamente de la tragedia Julio César del vate inglés, se puede decir sin ambages que su espíritu recorre el filme, no sólo en los escenarios comunes entre el filme y la tragedia teatral (el senado, las altas instancias de Roma), sino incluso en los que transcurren en la Alejandría capital de Egipto y en la batalla de Accio en la que fue derrotado por Octavio.
Ese tono shakespeareano (sin realmente basarse en ningún texto de ese origen) le da al filme un aire solemne, especial, una insuperable fuerza en los diálogos, que no tienen, literalmente, desperdicio. Por supuesto, además está la suntuosidad, la química entre Burton y Taylor, cuyo tempestuoso amor surgió precisamente en el rodaje del filme; está también el exquisito gusto en la puesta en escena de uno de los más sublimes cineastas norteamericanos clásicos, un Joseph L. Mankiewicz al que el cine debe, entre otras bellezas, filmes como Carta a tres esposas (1949), Eva al desnudo (1950), Julio César (1953), La condesa descalza (1954), Ellos y ellas (1955), De repente el último verano (1959), El día de los tramposos (1970) y La huella (1972).
(08-02-2017)
192'