Robert Eggers (Lee, New Hampshire, 1983) cobró notoriedad hace unos años con su estimulante La bruja (2015), peculiarísima mirada hacia el universo de las brujas de Salem, una historia de terror que jugaba inteligentemente con temores ancestrales. Curiosamente, antes de rodar ese film, su primer proyecto era este El faro, pero la obtención de financiación para La bruja hizo que este se pospusiera. A la larga, ello ha debido beneficiar a este empeño tan arriesgado para el que, sin el aval de una previa película notoria, difícilmente se hubiera conseguido la financiación necesaria.
Un islote perdido en medio del mar, quizá en la zona de Nueva Inglaterra (patria chica del director, que parece un tanto obsesionado con ella: La bruja también se ambientaba allí); la época, aunque no se cita en ningún momento, parece ser finales del siglo XIX. Winslow es un hombre como de treinta años que llega al faro situado en ese islote, para ayudar a Thomas Wake, un viejo, curtido marino quizá sexagenario. Entre ambos, desde el principio, se trenza una difícil relación, en la que el viejo parece disfrutar vejando y humillando al joven, al que intenta inculcar las ancestrales costumbres y supersticiones marineras...
Antes que nada habrá que decir que el propio proyecto de El faro evidencia un valor casi sin límites: he aquí una película hecha con solo dos intérpretes (aparece también una actriz, en el personaje de una sirena, pero no está en pantalla más allá de treinta segundos en todo el metraje), rodada en blanco y negro, con una pantalla con un “aspect ratio” de 1.19:1 (para entendernos, prácticamente cuadrada), en un único escenario natural, un islote escarpado donde los haya, con un par de construcciones mínimas y un faro. Además, para más inri, la historia está trufada de elementos fantásticos, mitológicos, literarios, psicológicos y legendarios: vamos, enteramente una nueva entrega de Fast & Furious...
Nada más que por ese coraje sin límites, El faro merece todos nuestros respetos. Otra cosa es que el resultado esté a la altura de esa osadía. Porque el film de Eggers resulta una mezcla bastante confusa sobre la coexistencia de dos seres muy distintos en un único, telúrico, terrible paisaje natural. Pero la adición a esa historia de influencias tan variadas como el teatro del absurdo (Esperando a Godot, claro), de novelas de terror primordiales (Lovecraft, por supuesto), de aventuras marinas decimonónicas (Melville, Stevenson, Conrad, London), de poetas del terror (Poe), de mitos griegos (Proteo, Prometeo), de textos declamados (Milton, Shakespeare), de leyendas marinas (Davy Jones y El holandés errante, también el mito de las sirenas), termina siendo un pastiche de difícil digestión.
Así las cosas, por encima de su contenido prima su continente: a nuestro juicio, lo mejor de El faro no es tanto lo que (confusamente) se nos cuenta sino cómo se nos cuenta; la atmósfera opresiva, claustrofóbica, a lo que contribuye poderosamente la imagen prácticamente cuadrada y el ominoso blanco y negro digitalmente tratado para evocar la fotografía de principios del siglo XX, es lo mejor de esta película ciertamente extrañísima, y aún más contando con un estándar de producción de film comercial al uso: ver a Robert Pattinson, que no hace mucho se calzaba los evanescentes colmillos de diseño en la pastelosa saga de Crepúsculo, haciéndose aquí una “manola”, por decirlo con un brutal vulgarismo, ciertamente resulta cuando menos revulsivo. Porque además el componente erótico entre estos dos hombres, en una velada pero evidente tensión sexual no resuelta, tampoco es un tema muy comercial que digamos.
Película al límite de casi todo, cae irremediablemente simpática, aunque viéndola el espectador pueda tener la sensación de que los guionistas, el propio director y su hermano Max, no tengan demasiado claro qué nos quieren transmitir, qué nos quieren contar con esta historia de dos hombres aislados del mundo en un microcosmos oscuro azotado inmisericordemente por una Natura desbocada. Quizá en el fondo no importe, porque lo que realmente interese sea sumergirse en este universo opresivo, convulso, en el que una sugestiva banda sonora llena de sonidos marinos, naturales y artificiales, está atravesada repetidamente por una ominosa sirena de niebla, como un trombón preñado de malos augurios, conformando todo ello una rara experiencia visual, auditiva, sensual, inmersiva, un “viaje” quizá no demasiado lejano al que produciría un chute lisérgico.
Notable trabajo interpretativo de un Willem Dafoe convertido ya en uno de los grandes actores de nuestro tiempo. Pattinson se esfuerza muchísimo, y eso hay que reconocérselo. Otra cosa es que cuando comparte plano con Dafoe se aprecia a simple vista la diferencia de talento entre uno y otro. Es cierto que Robert está haciendo todo lo posible para que nos olvidemos de su vampiro de diseño tipo Locomía de Crepúsculo, trabajando para algunos de los directores más interesantes de nuestro tiempo: David Cronenberg (Cosmópolis, 2012; Maps to the stars, 2014), David Michôd (The Rover, 2014; The King, 2019), Werner Herzog (La reina del desierto, 2015), Anton Corbijn (Life, 2015), James Gray (Z, la ciudad perdida, 2016) y Claire Denis (High Life, 2018), lo que evidencia un exquisito gusto cinéfilo (y un buen representante también, sí...). Pero aún no lo vemos, lamentablemente, como el intérprete poliédrico, dúctil, entregado, con poso, que, evidentemente, aspira a ser a toda costa. Démosle tiempo: ahí está el caso de Matthew McConaughey, que en los años noventa era un pintamonas y con la edad se ha hecho un actor con todas las de la ley...
(17-01-2020)
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