Aunque basada en la novela homónima de Don DeLillo, lo cierto es que esta Cosmópolis no es sino una versión, todo lo libérrima que se quiera, de La Odisea, con su general que acaba de terminar una guerra (en este caso el multimillonario empresario al que su imperio se le desmorona por una fallida apuesta contra el yuán) y que se dispone a surcar los mares (para la ocasión un Manhattan tomado por la Policía por estar en la ciudad el Presidente de los Estados Unidos) para llegar a su Ítaca, donde le espera su reina, Penélope, y su hijo, Telémaco (aquí se trata de llegar a la peluquería donde desde pequeño le arreglaron el cabello, lo más parecido a un hogar paterno que le queda, y el peluquero, un viejo entrañable, lo más próximo al padre que perdió tan niño).
Dicho así, parece que la críptica estructura de esta Cosmópolis es más fácil de entender. Porque comprendemos entonces por qué, en la longilínea limusina en la que el protagonista cruza la ciudad, van apareciendo hombres y mujeres que, a la manera de Circe, Calipso, Nausicaa, las sirenas, Polifemo o Antinoo, hacen el amor con él o le quieren matar, indistintamente, ya sea inocuamente (tartazo en la cara) o inicuamente (descerrajarle una ráfaga de metralleta).
Por supuesto que la intención de Cronenberg, además de hacer este nuevo viaje a Ítaca (gracias, Llach), es hablar sobre el capitalismo de una forma cuasi filosófica, por no decir metafísica; por ello también resulta críptico, porque mezclar números y dioses es tarea complicada. Reputada la novela versionada como un augurio de la debacle que se nos ha venido encima, la adaptación al cine de Cronenberg rechina precisamente por su discursividad, un valor que en pantalla no es precisamente de los más apreciados.
Así las cosas, los dos primeros tercios del filme se hacen bastante pesados, con eventuales momentos de interés; no ayuda precisamente la elección del protagonista, un Robert Pattinson que, con independencia de que haya salido de dos de las franquicias juveniles más exitosas de los últimos años (hablamos, por supuesto, de Harry Potter y Crepúsculo), lo cierto es que es un actor pésimo, un rostro plano que en nada ayuda a la comprensión de la (con frecuencia) ininteligible cháchara que mantiene su personaje con los sucesivos acompañantes de la limusina.
Menos mal que el último tercio, cuando aparece Paul Giamatti, consigue incrementar el interés del filme, cuando se encuentran, frente a frente, el humillado y su humillador, aunque tal vez no supiera que lo era. Un final abierto ayuda a la sensación de que la película podría haber sido otra, y mejor, si se hubiera traicionado en mayor medida el texto original y se hubiera optado precisamente por la ambigüedad antes que por la perorata.
Eso sí, la aparición de Giamatti desnuda aún más a Pattinson, reducido en esos últimos veinte minutos a una demudada máquina parlante que replica, como buenamente puede, a los diálogos del gran Paul, un gigante (a pesar de su menguada estatura) ante este pasteloso Robert al que lo sacas de sus lánguidas poses de vampiro de diseño y se queda en nada…
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