Ha muerto Jaime de Armiñán (1927-2024), y con él se va uno de los últimos cineastas que comenzaron en el audiovisual en televisión, a la manera en la que en Estados Unidos también sucedió, en los años cuarenta y, sobre todo, cincuenta, cuando una pléyade de directores (Sidney Lumet, John Frankenheimer, Norman Jewison, Martin Ritt, Robert Mulligan, Arthur Penn, Delbert Mann, entre otros) empezó a foguearse en la entonces emergente pequeña pantalla, para después, ya a partir de los años sesenta, pasarse a la pantalla grande. Esa “generación de la televisión”, así llamada en los libros de cine, vino a sustituir paulatinamente a la “quinta” de los grandes clásicos de Hollywood (Ford, Mann, Hawks, Lang, Preminger...), con la que conviviría todavía durante una etapa de transición.
En España no se ha llegado a etiquetar una equivalente “generación de la televisión”, aunque algo de ello hubo. Las razones de que esta equivalente española fuera tan escuálida se podría deber, por un lado, al hecho de que la televisión llegó a nuestro país a finales de los años cincuenta, un decenio más tarde que en Estados Unidos, por obvias razones tecnológicas y económicas, y por otro, la mayor parte de los realizadores de TVE (único operador de televisión en España hasta comienzos de los años noventa) probablemente decidieron que en las 625 líneas de la pequeña pantalla gozaban de una confortabilidad económica que, desde luego, no existía a la intemperie del cine comercial de la época. Así, un buen número de realizadores televisivos de aquellos años sesenta y primeros setenta no llegaron a dar el salto a la gran pantalla, aunque hubieran estado perfectamente capacitados para ello. Estamos pensando en nombres como los de Pedro Amalio López, Alfredo Castellón, Alberto González Vergel, Juan Guerrero Zamora (este hizo una única película para cine, una versión del Fuenteovejuna lopiano), Sergi Schaaff y Jesús Fernández Santos (autor también de un único film para cine, la muy interesante Llegar a más), entre otros.
Hubo una serie de directores que se iniciaron en el cine y después se pasaron también a la televisión, compaginando ambas carreras: fue el caso de Miguel Picazo, Mario Camus o Antonio Giménez Rico, por citar solo tres nombres muy conocidos.
Y, finalmente, estarían aquellos profesionales que, habiéndose iniciado en la televisión, con una prestigiosa carrera en ese ámbito, dieron el salto al cine, a la manera en que lo hicieron Lumet, Jewison y compañía en Estados Unidos, agrupados bajo el paraguas histórico de la llamada “generación de la televisión” norteamericana.
Pero estos en España no fueron muchos, más bien apenas media docena, y además, por diversas razones, algunos vieron truncadas sus carreras cinematográficas. Así, el sevillano Claudio Guerin Hill, de notable carrera en televisión (sus Estudio 1 gozaron de justa fama), dio el salto al cine primero en el film de episodios Los desafíos (1969), para después dirigir en solitario sendos encargos comerciales, La casa de las palomas (1972) y La campana del diablo (1973), en cuyo rodaje murió al caer desde el campanario donde se filmaban las últimas escenas. Sobre Guerin Hill, una de las más prometedoras esperanzas del cine español de la época, el lector interesado puede consultar en Criticalia el artículo titulado La campana del infierno dobla por Claudio Guerin, y la serie de artículos genéricamente titulados Antonio Gala, guionista de películas y programas de televisión dirigidos por Claudio Guerin, pulsando en los siguientes enlaces: III, IV, V, VI y VII, todos ellos originales del catedrático Rafael Utrera Macías.
Si en el caso de Claudio su carrera truncada aconteció por su inesperada muerte en trágico accidente, en el caso de Narciso Ibáñez Serrador lo sería por una cuestión puramente económica: Chicho, como era conocido por todos, tras hacer en televisión algunas de las ficciones (generalmente teñidas de humor o de miedo) más originales de los años sesenta, como Mañana puede ser verdad o Historias de la frivolidad, da el salto al cine con La residencia (1969), ambicioso film con reparto internacional que combinaba el género de terror con un incipiente erotismo que ya entonces empezaba a asomar la patita en el cine europeo (en el español menos, que estábamos en una dictadura... pero para eso estaban las “versiones dobles”...); el estrepitoso éxito comercial de este film, con casi 3 millones de espectadores, le movería a repetir años más tarde con temática pareja con la interesante ¿Quién puede matar a un niño? (1976), de nuevo una apuesta cosmopolita e internacional, que esta vez no tuvo, ni de lejos, igual repercusión comercial, con una taquilla muy inferior; si le sumamos que en esos años, los setenta, Chicho tuvo varios éxitos televisivos tales como Historias para no dormir, El televisor y, sobre todo, el concurso Un, dos, tres... responda otra vez, que le garantizaba una situación económica sumamente estable, se entiende que no volviera a intentarlo en el cine; antes de morir, Ibáñez Serrador habló precisamente de lo complicado que era hacer cine entonces en España (ahora no es mucho más fácil, desde luego...).
Otros directores, en este caso directoras, quizá sí cumplieron a rajatabla el canon norteamericano de la llamada “generación de la televisión”. Hablamos de Pilar Miró y Josefina Molina. Pilar se inició, efectivamente, en Televisión Española, sobre todo en teleteatros, para pasar, ya fogueada en los platós televisivos, a dirigir cine a mediados de los años setenta, primero con la todavía poco personal La petición (1976), y ya después con títulos de mayor peso y enjundia como El crimen de Cuenca (1980), Gary Cooper, que estás en los cielos (1980), Werther (1986) y El perro del hortelano (1996), entre otros films. También dirigió el cine español, al hacerse cargo de la Dirección General de Cinematografía, y RadioTelevisión Española, de donde tuvo que dimitir por una emboscada que le tendieron los entonces pujantes guerristas.
En cuanto a la cordobesa Josefina Molina, sus comienzos también fueron en TVE, y también, como Miró, en teledramáticos y similares. A mediados de los años setenta da el salto al cine con Vera, un cuento cruel (1974), perfectamente definida en su título, tan interesante como ignorada por público y crítica; su filmografía posterior en cine no ha estado exenta de interés: Función de noche (1981), uno de los primeros docudramas que se hicieron en España; Esquilache (1989), sobre el famoso valido de Carlos III, pero también metáfora sobre el gobierno de Felipe González y su política de modernización de España; y La Lola se va a los puertos (1992), nueva y “aggiornada” versión sobre la obra teatral de los hermanos Machado. Entre medias, además de otros proyectos televisivos, llevará a cabo su “opera magna”, la versión a la pequeña pantalla, en formato de miniserie, de la vida de la célebre santa abulense en Teresa de Jesús (1984). El lector interesado en la figura de la cineasta cordobesa puede consultar en Criticalia el artículo Josefina Molina, Premio Nacional de Cinematografía, original del autor de estas líneas.
Antonio Mercero podría considerarse a medias como miembro de esta escuálida “generación de la televisión” de España. Lo decimos porque sus inicios en el audiovisual prácticamente son simultáneos en cine y televisión; aunque hizo su debut en cine con un largometraje, Se necesita chico (1963), la verdad es que pasó totalmente desapercibido. Tendrían que llegar los años setenta para que, con La cabina (1973), Mercero consiguiera que todos nos enteráramos de quién era; este mediometraje televisivo, con un López Vázquez prodigioso, ganó todos los premios habidos y por haber y se convirtió en un mito audiovisual (y en un motivo de miedo cuando cualquiera entraba en una cabina telefónica; desde entonces uno siempre se preguntaba, mira que si no se abre cuando quiera salir...). A partir de ahí consiguió otros notables éxitos televisivos, como Crónicas de un pueblo, intento razonablemente logrado de un realismo rural a la española, para después pasarse al cine con títulos como La guerra de papá (1977), sobre la novela de Delibes Mi idolatrado hijo Sisí, estrepitoso éxito comercial en las salas españolas, y Espérame en el cielo (1988), divertida sátira sobre un supuesto doble de Franco, sin abandonar la televisión, donde también conseguirá notables triunfos como la mítica serie Verano azul (1980) y la no menos conocida Farmacia de guardia (1991). El lector interesado en el cineasta vasco puede consultar en Criticalia el díptico titulado genéricamente Antonio Mercero, cuando hablar de televisión popular inteligente no es un oxímoron, pulsando en los siguientes números romanos: I y II.
Pero, desde luego, el más insigne de los componentes de esta escasa y no historiografiada “generación de la televisión” de España sería el recientemente fallecido Jaime de Armiñán, que nos ha dado ocasión de escribir estas líneas. Armiñán fue durante muchos años sinónimo de televisión y cine de calidad. En la primera se fogueó, primero como guionista, a partir de 1957, prácticamente a la vez que nacía la televisión en España, y después ya como realizador televisivo, a partir de comienzos de los años sesenta, en series como El hombre, ese desconocido y Confidencias. A finales de esos años sesenta, ya con las tablas de la experiencia televisiva, da el salto al cine con Carola de día, Carola de noche (1969), al servicio de una ya adulta Marisol (aún no Pepa Flores), producto impersonal que pronto dará lugar a otras propuestas mucho más interesantes, como la muy notable Mi querida señorita (1972), nominada al Oscar, El amor del capitán Brando (1974), que supo conectar muy bien con el espectador español del momento y sus ansias de libertad, El nido (1980) y En septiembre (1982).
No todas las películas de Armiñán tuvieron ese buen nivel, desde luego; otras como ¡Jo, papá! (1975), Nunca es tarde (1977), Al servicio de la mujer española (1978)y Mi general (1987), fueron más endebles, pero su cine siempre tuvo interés, y desde luego, empaque profesional, con independencia de que lo que se nos contara tuviera mayor o menor atractivo. El regreso casi al final de su carrera a la televisión, con sendas exitosas series como Juncal (1989), sobre el personaje bombón creado por Paco Rabal en Truhanes, de Miguel Hermoso, y Una gloria nacional (1993), que hollaba esa misma senda, vendría a cerrar el círculo de este cineasta que fue tan competente realizador de televisión como buen director de cine, en puridad el epítome de lo que pudiera haber sido nuestra “generación de la televisión” en España.
Ilustración: Cartel de El amor del capitán Brando (1974), una de las más interesantes películas de Jaime de Armiñán.