Pelicula:

CINE EN PLATAFORMAS


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Damien Chazelle (Providence, 1985) es un cineasta norteamericano con ancestros franceses (por parte de padre) que ha tenido una excelente formación, nada menos que en la prestigiosa Universidad de Harvard, donde se graduó en Estudios Visuales y Ambientales. Aunque está haciendo cine desde 2009, no sería hasta 2014 cuando comenzó a gozar de notoriedad por su película Whiplash, ampliación de su corto homónimo del año anterior; con ese largometraje (sobre el reprobable eslogan de “la letra con sangre entra”, que el propio Chazelle sufrió, literalmente, en sus carnes, en su formación estudiantil) ganó 3 Oscars (aunque “de pedrea”…) y se posicionó inmejorablemente para la película que le situó en el centro del escaparate, el musical La ciudad de las estrellas (La la land, 2016), hermosa historia de amor que ganó 6 Oscars, incluido el de Mejor Dirección. Su siguiente película, First Man (El primer hombre) (2018), sin embargo, no fue bien en taquilla, a pesar de ser una bellísima y melancólica transposición a la gran pantalla de la hazaña del primer hombre en la Luna.

Pero para batacazo en taquilla el que ha experimentado con esta Babylon, que con 110 millones de dólares de presupuesto se tuvo que conformar con una recaudación mundial de 64 millones (fuentes: IMDb y The-numbers.com, respectivamente). Y, vista la película, se entiende perfectamente ese castañazo, como intentaremos explicar en esta crítica.

La acción se inicia en 1926 en Bel Air, el barrio angelino que había empezado a construirse 3 años antes y que, como es imaginable, en aquel tiempo no era sino campo y más campo, además de alguna aislada mansión de las que después proliferarían como las setas, hasta convertirse en la lujosa zona residencial actual donde muchas estrellas del cercano Hollywood tienen sus casoplones. Pero entonces allí había sobre todo muchos lagartos y mucha tierra baldía. Ahí vemos que han pedido un transporte para llevar algo colina arriba, hasta la mansión del magnate Don Wallach, donde van a celebrar un fiestorro con desfase total. El chico que tiene que dirigir ese transporte es un humilde mexicano emigrado a USA, Manuel Torres; lo que hay que subir colina arriba resulta ser un elefante, cosa bastante complicada, sobre todo si el paquidermo tiene, como parece, algunos problemas intestinales con consecuencias apestosamente marrones. Ya arriba, Manuel ayuda a una desinhibida aspirante a estrella, Nellie LaRoy, a entrar en la exclusiva fiesta, donde veremos a algunos de los personajes centrales del film, como el rutilante astro Jack Conrad, que asiste con su (¿cuarta? ¿quinta?) esposa, que está harta de que el actor se haga pasar por italiano, hasta el punto de pedirle el divorcio y marcharse del festejo con cajas destempladas; pronto vemos que en el party, en estancias privadas, tienen lugar considerables desbarres sexuales salpimentados con narcóticos de todo tipo; en uno de estos trances muere una de las intervinientes cuando participaba con frenesí en una orgía con un tipo gordo como una boya; la defunción se produce quizá como consecuencia de alguno de los peculiares (por llamarlos de algún modo…) actos eróticos ejecutados por el tipo seboso, así que Manuel (al que posteriormente anglosajonizarán el nombre como Manny) es llamado como “chico para todo” para sacar al fiambre de la fiesta sin que se entere nadie…

En nuestra opinión, Babylon es un brillante aunque también aparatoso canto de amor al cine. Ambientado entre 1926 y 1930 (con un epílogo en 1952), años a caballo del estreno de la primera película sonora de la historia, El cantor del jazz (1927), de Alan Crossland, el tema del film es en buena medida precisamente ese salto mortal sin red que supuso la transición del cine mudo al sonoro, trance en el que muchas de las estrellas del primero se vieron opacadas y finalmente olvidadas por una serie de circunstancias, entre ellas especialmente tener voces poco agraciadas, lo que (además del inevitable tono chirriante de los primeros equipos de grabación cinematográficos) hacía que sus parlamentos, aunque fueran dramáticos o románticos, resultaran más bien risibles, cuando no directamente ridículos. En ese contexto, Chazelle presenta un ambicioso fresco histórico sobre aquel tiempo del final del mudo en el que universo artístico de Hollywood era todavía libre tanto en sus usos y costumbres como en el contenido de las películas; faltaban unos años para que se estableciera el tristemente célebre Código Hays, que desde 1930 supuso una importante traba para el desarrollo artístico del cine norteamericano.

Varias serán las líneas paralelas y circunstancialmente perpendiculares que Damien Chazelle, también guionista único, presenta en este film, desde la central, la relación entre la amistad y (finalmente) el amor entre la aspirante a estrella (inspirada principalmente en la diva Clara Bow) y el chicano que quiere “formar parte de algo grande”, hasta la de Jack Conrad (un muy entonado Brad Pitt, como es habitual), personaje que parece inspirarse en algunas de las estrellas masculinas de la época que llevaron mal lo del paso del cine mudo al sonoro, como John Gilbert y Douglas Fairbanks; hay otras líneas secundarias, como la del trompetista negro, quizá un “alter ego” de Louis Armstrong, al que la humillación sobre su color de piel hará que abandone la industria cinematográfica para regresar a la más confortable de la música.

Pero casi todo en el film es excesivo, como esas fiestas en las que puede pasar de todo, con una intención de provocar que, a estas alturas, resulta más bien risible. Es cierto que la filmación de Chazelle es elegantísima, de un estilo “first class”, de auténtica primera clase, con una preciosa fotografía, matizadísima, del sueco Linus Sandgren, y una hermosa partitura escrita para la banda sonora por Justin Hurwitz, habitual colaborador del director. Pero, curiosamente, lo que mejor funciona es precisamente lo menos aparatoso, lo menos ostentoso, como la escena en la que el personaje de Jack Conrad se queja ante la periodista especializada Elinor St. John (claramente inspirada en la reportera Louella Parsons), por un artículo en el que venía a decir que estaba acabado; la plumilla, visionariamente, le dice que dentro de 100 años, cuando ella y él estén muertos, Jack Conrad volverá a vivir cada vez que alguien, en ese futuro, vea sus películas; los fantasmas que habitan esos films volverán entonces a la vida gracias al cine, en una definición de la etérea inmortalidad que proporciona el cinematógrafo difícilmente rebatible. También es muy interesante la escena final, que lógicamente no podemos detallar, para no incurrir en “spoiler”, pero en la que el personaje de Manny, viendo una película (Cantando bajo la lluvia, eso sí podemos decirlo…), será capaz de reconstruir en su mente la peripecia vital que aconteció a su amada Nellie, y también a entender la grandeza del cine, de la que él, a su manera, también formó parte, como era su aspiración.

Pero estas escenas medidas y comedidas son generalmente minoritarias, abundando más las que buscan apabullar al espectador con largos planos secuencia en los que la cámara se mueve como Pedro por su casa, mientras cientos de extras bailan, saltan, cantan, gritan o follan, o en larguísimas secuencias como la del rodaje de una escena, ya en el primer período del cine sonoro, concretamente con Nellie, que se hace pesadísima de tanta interrupción, con frecuencia meramente cosmética, como para justificar el monumental cabreo del ayudante de dirección, al que no se le saltan los ojos solo porque lleva gafas… Porque parece que lo que a Chazelle le ha interesado del film, aparte de ese aparatoso canto de amor al cine, es reproducir el caos que, al menos en aquella época, llevaba aparejado el rodaje de las películas, un caos que, en sus manos, por supuesto, no deja de estar medido y controlado al milímetro.

Chazelle se ha inspirado para su película en algunos libros canónicos sobre el Hollywood del cine mudo, como el célebre (y bilioso…) Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, pero también el mucho más serio The Parade's Gone By..., del cineasta británico Kevin Brownlow, en alguna medida la “biblia” reconocida y reconocible sobre aquellos azarosos años del cine silente. Algunos de los hechos que aparecen, más o menos disfrazados, son ciertos, como la muerte en circunstancias poco claras (aunque sin duda insertas en un absoluto desfase sexual) de una actriz a manos de un actor gordísimo, lo que le sucedió realmente a Roscoe “Fatty” Arbuckle, rutilante estrella del cine mudo que, en 1921, se vio envuelto en un sórdido caso criminal tras morir una actriz con la que, en una orgía, mantenía relaciones sexuales digamos no habituales… Aquel escándalo acabó con la carrera de Fatty, y también de alguna forma con su vida, muriendo en 1933, a los 46 años.  

El film presenta algunas curiosidades ciertamente llamativas, como el hecho de que el título aparezca nada menos que en el minuto 30; previamente habremos asistido, en la primera escena, al numerito del elefante acarreado cuesta arriba camino de la mansión de Don Wallach, “alter ego” del poderoso Louis B. Mayer, uno de los creadores de la Metro; una escena en la que, cuando el proboscídeo comienza a “largar” por detrás, para viscoso pasmo de los que intentan empujar la camioneta en la que lo transportan, nos dijimos “esto pinta mal”… Tampoco brilla precisamente la especie de viaje al infierno que el personaje de Manny realiza, un poco a la fuerza, por seguirle la corriente al mafioso de aspecto anémico que interpreta Tobey Maguire (por cierto, coproductor de la película: qué vista has tenido, Tobey…), un antro al que el mafioso llama rimbombantemente “el culo de Los Ángeles”, y cuyo deambular por las consecutivas plantas descendentes, a cual más estrafalaria y provocativa, parece evocar nada menos que el viaje de Dante por los círculos del infierno en La Divina Comedia (solo que aquí al poeta Virgilio, el guía de Alighieri, para la ocasión el personaje de Maguire, le hace falta un cañonazo de garbanzos…).

Desinhibida, desvergonzada, con un ritmo vertiginoso que cuesta trabajo seguir, demasiado ruidosa, en la que cualquier disparate parece valido, desmesurada en todos sus aspectos, pidiendo a gritos un poco de contención, Babylon nos parece un ambicioso pero excesivo fresco que relata muy a su manera el traumático paso del cine mudo al sonoro. La intención era estupenda… el resultado no tanto, ni mucho menos…

Buen trabajo actoral; nos quedamos, claro está, con Margot Robbie, obligada a todo un “tour de force” como la estrellita de orígenes humildísimos que no supo adecuarse a su nueva situación, sobre todo porque las arpías (y “arpíos”) de las élites de Hollywood no le perdonaban su condición de “parvenu”, de advenediza, y bien que se lo restregaban cada vez que podían. Pitt, como queda dicho, bien; aquí no ha coproducido, como suele hacer en casi todas las películas en la que actúa, quizá oliéndose que aquello, recaudatoriamente hablando, iba a ser una merienda de negros… Buen trabajo del poco conocido Diego Calva, el Manny enamorado sin mucha esperanza de la estrella, conseguidor de todo, gracias a lo cual (y a una mente avispada) consiguió medrar dentro de la Meca del Cine, hasta que su devoción por la bella Nellie le perdió, obligándole a salir por piernas de la industria.


(20-07-2024)


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189'

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Babylon (2022) - by , Jul 20, 2024
2 / 5 stars
Un aparatoso canto de amor al cine