Ha muerto Donald Sutherland (1935-2024), el gran actor canadiense, y se ha criticado, con razón, que nunca le dieran un Oscar, pese a sus grandes interpretaciones y a ser una leyenda viva de Hollywood, uno de los pocos actores y actrices de su generación que se mantenían en activo; es cierto que en 2017 le concedieron un Oscar honorífico por toda su carrera, pero eso ya se sabe que suena a premio de consolación...
En cualquier caso, con Oscar o sin él, Sutherland fue uno de los grandes de los de su quinta, un actor de amplio registro que se movía tan bien en drama como en comedia, en thriller como en terror, en ciencia ficción como en cine bélico. Parafraseando la mítica cita de Terencio, “nada humano me es ajeno”, Donald podría haber dicho “nada fílmico me es ajeno”, por haber estado en películas de todo tipo, en toda clase de papeles, héroes y villanos, protagonistas y secundarios, que siempre resolvió espléndidamente, incluso en productos que (sobre todo en las dos últimas décadas, como la serie iniciada por Los juegos del hambre) no le merecían, y a los que él hizo mejores.
Vamos a recordar su figura a través de 12 de sus películas más significativas, en las que Donald brilló especialmente, todas ellas además cintas relevantes que han tenido, tienen y tendrán un lugar en la Historia del Cine. Aunque empezó a interpretar en 1962, la fama no le llegó hasta varios años más tarde, como solía suceder en aquel tiempo. Quizá la primera película en la que el público empezó a reparar en este altísimo actor, 1,92 metros de persona, sería en un film bélico, pero no uno cualquiera, sino Doce del patíbulo (1967), que redefinió el género y creó escuela, con un sinfín de imitaciones que, por supuesto, no llegaron a la suela del zapato a este formidable film de Robert Aldrich, al que alguna vez habrá que reivindicar como el gran director que fue. Donald fue uno de esa “docena sucia” del título original (The dirty dozen; por cierto, y por una vez, muy inferior al título español...), un convicto, como los demás, enviados a una misión suicida en plena Segunda Guerra Mundial, cuyo premio podía ser su redención penal, pero también era muy probable que no salieran con bien del empeño.
En 1971 lo veremos en uno de esos films de los que el espectador sale como si le hubiera pasado un camión por encima: Johnny cogió su fusil, la adaptación que Dalton Trumbo realizó de su propia novela (única película que dirigió este guionista, uno de los más célebres represaliados por el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy), contaba la historia de un soldado de la Primera Guerra Mundial, reducido a tronco humano por la explosión de una bomba (sin piernas, sin brazos, sin rostro...), ingresado en un hospital, donde los médicos creen (sin razón) que también ha perdido la capacidad intelectiva... Aquí Sutherland interpretará nada menos que a Jesucristro, al Jesucristo con el que el soldado convertido en tronco humano sueña en esa pesadilla permanente que es su existencia, un Cristo idealizado, bastante alejado de la iconografía al uso, con el pelo y la barba rubia, un Cristo, obviamente, que no se corresponde con el que propone la religión, sino que es más bien producto de la mente atormentada de quien se ha visto recluido, de por vida, a lo más parecido a un infierno sobre la Tierra.
Sutherland se caracterizó durante su carrera por su extraordinario eclecticismo: no gustaba de repetir papeles, y más bien disfrutaba cambiando con frecuencia de tono y de tipo de personajes. Así, el siguiente film que glosamos es Klute (1971), rodado el mismo año que la anterior, con el siempre interesante Alan J. Pakula a los mandos; aquí Donald será un detective encargado de encontrar a un empresario desaparecido, en un extraño, alucinado thriller que alcanza su punto álgido en las escenas que Sutherland compartía con Jane Fonda, prostituta a tiempo parcial, en una relación entre lo romántico y lo sórdido que, en su momento, levantó ampollas (y seguramente no solo ampollas...). Fonda se llevó muy merecidamente el Oscar por su estupenda, a fuer de extrovertida, interpretación, pero Sutherland también lo hubiera merecido, en una actuación diametralmente opuesta, hecha desde dentro, casi exclusivamente con la mirada.
Como decimos, una de las características de Donald fue su versatilidad, su capacidad para hacer papeles distintos. En Amenaza en la sombra (1973), una de esas películas que solemos llamar “de culto”, con el londinense Nicolas Roeg en la dirección, interpretaría a un arquitecto traumatizado por la trágica muerte por ahogamiento de su pequeña hija, en un film de terror que era algo más que eso, una película sobre la pena infinita, también sobre la imposibilidad de recuperar lo perdido, en especial los afectos, en la que Donald compartió protagonismo con la siempre magnífica Julie Christie, en una película rara pero con frecuencia fascinante.
Cosmopolita como siempre fue, Sutherland no hizo ascos a rodar películas fuera de su ámbito natural (su Canadá natal y los Estados Unidos donde se afincó), así que no fue extraño verle hacer películas en Europa, como Novecento (1976), el pujante fresco histórico e ideológico de Bernardo Bertolucci, la historia de dos amigos íntimos (Robert de Niro y Gérard Depardieu) separados por su origen de clase, y con un villano, un individuo de ideología fascista (dicho sea literalmente, no como insulto...), al que incorporó Donald, ciertamente inolvidable: y es que cuando nuestro hombre hacía de malo, partía la pana...
Muy diferente fue otra de sus incursiones en el cine italiano, en un rodaje que se prolongó durante bastante tiempo por problemas de financiación. Hablamos de El Casanova de Federico Fellini (1976), conocida así, con el nombre de su famoso autor en el propio título, para que no fuera confundida con una cosa titulada Casanova (1977) que protagonizó un Tony Curtis ya de retirada, rodada a rebufo del gran interés que suscitó el proyecto felliniano. El film “pata negra”, el de Sutherland con Fellini, por supuesto jugaba en otra liga, si bien es cierto que no fue lo mejor del cineasta de Rimini, pero sí fomentó su ya conocida fama de megalómano, de excesivo, sin que Donald pudiera brillar más allá de ser un elemento más del exuberante y barroco artefacto imaginado (y vertido a la pantalla) por el autor de Amarcord.
En otro de esos giros que tanto le gustaban, otra de sus películas recordables de aquella época sería La invasión de los ultracuerpos (1978), que rompía una de esas reglas que, como todas, tiene sus excepciones, aquella que dice que todo remake de una gran película es necesariamente un petardo; pues en este caso no se dio esa circunstancia, y, sin llegar a la altura de la cinta que rehacía, la magnífica La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel, la nueva película de Philip Kaufman era una revisitación plausible, potable y actualizada de aquel pequeño (pero en realidad muy grande) film de terror. Sutherland jugaba aquí con dos registros: el fundamental, el que mantendrá durante casi todo el metraje, será el del hombre acorralado que intenta sobrevivir y seguir siendo humano; en el final habrá un viraje, que no debe ser desvelado, evidentemente, pero que ponía en evidencia su capacidad para efectuar convincentemente giros inesperados...
Un nuevo cambio de registro tendremos en Gente corriente (1980), el debut en la dirección del actor Robert Redford, que se saldó con 4 Oscars, incluido el de Mejor Película y Mejor Dirección, pero no para Donald, que no estaba nominado, ni para Mary Tyler Moore, que sí lo estaba, y cuya reacción airada cuando no se lo dieron (en contra de la habitual sonrisita de circunstancias...) dio mucho que hablar, aunque la mujer hizo lo que en realidad quisiera hacer todo el mundo, acordarse de la madre que parió a Panete (valga el tropo...). Sutherland era aquí el probo padre de familia rica, atribulado ante la tragedia de la muerte de su primogénito y el complejo de culpa de su segundo hijo, superviviente de la tragedia, que se siente responsable del accidente, en un drama doliente y bien conducido que permitió una nueva composición a nuestra biografiado, aquí esencialmente un hombre bueno sobrepasado por las circunstancias.
A partir de esta película, y aunque Donald sigue trabajando casi a destajo (en sus 60 años de carrera su nombre apareció en casi 200 productos audiovisuales, a una media, por tanto, de más de 3 films o similares por año), empieza a decrecer el interés de las cintas en las que interviene: la llegada a edades maduras de los actores de Hollywood (y no digamos de las actrices...), lleva generalmente aparejado el hecho de que los grandes proyectos no cuenten ya con ellos, quizá considerándolos anticuados, cuando no directamente obsoletos. Eso hace que las películas sutherlandianas de los años ochenta (salvo algunas excepciones que tienen cierto interés, como El ojo de la aguja o Revolución) pasen mayormente sin pena ni gloria. Tendrán que llegar los años noventa para que de nuevo aparezca en un proyecto importante, JFK: caso abierto (1991), la vigorosa película de Oliver Stone, cuando estaba en plena forma (no como ahora, que el hombre ya no da pie con bola...), y que ponía en solfa la investigación sobre el asesinato del presidente Kennedy, viéndolo desde la posición del fiscal Jim Garrison, que permitió descubrir incógnitas y también hacerse preguntas que hasta entonces no se habían hecho. Aquí Donald estuvo magníficamente acompañado por un reparto de lujo: el Kevin Costner de su buena época como protagonista, pero también Jack Lemmon, Gary Oldman, Sissy Spacek, Walter Matthau, Tommy Lee Jones y Kevin Bacon, entre otros primeros espadas.
De nuevo los años noventa no serán propicios para que Donald pueda intervenir en buen cine, hasta que llegamos al siglo XXI, donde le ofrecen un papel que, desde luego, sí que cuadraba bien con su edad de entonces, y desde luego era interesante: en Space cowboys (2000), con dirección de Clint Eastwood, Sutherland será uno de los “vaqueros espaciales” que anuncia el título inglés, formando parte del grupo de cuatro astronautas veteranos, que cambian la sopita y el buen vino por un último viaje estelar, cuando solo ellos, que son completamente analógicos, sean capaces de pilotar una nave del Pleistoceno Superior (valga de nuevo el tropo...) para arreglar un desaguisado espacial. Aquí la química y la complicidad de unos viejos actores, que lo fueron todo en las décadas de los sesenta y los setenta, pero entonces ya estaban bastante olvidados, era de lo mejor del film: además de nuestro hombre habitaban la película y la nave de rescate nada menos que el propio Eastwood, más James Garner, más Tommy Lee Jones, acompañados en la Tierra por James Cromwell, otro que tampoco es manco, con escasa presencia femenina relevante, que se limitaba a la siempre tan segura Marcia Gay Harden.
La carrera de Donald siguió, porque el actor canadiense estuvo al pie del cañón prácticamente hasta el final (su última película censada, según la IMDb, data de 2023, el año pasado), pero, como ya ocurrió en las anteriores décadas, aunque la cantidad siguió siendo la misma, a razón de tres audiovisuales por año, la calidad decayó considerablemente. No por él, obviamente, sino porque lo que le ofrecían (y que aceptaba porque, como sabemos, tenemos la mala costumbre de comer todos los días...) era objetivamente muy inferior a lo que había estado haciendo durante las décadas de los años sesenta y, sobre todo, setenta. Dos títulos podemos salvar en estas dos décadas: uno es Cold Mountain (2003), el muy estimable wéstern sudista que Anthony Minghella dirigió sobre la novela homónima de Charles Frazier, en la que Donald será el padre (además de pastor religioso) de la protagonista, Nicole Kidman, en un papel relativamente corto porque el personaje se muere a las primeras de cambio, dejando a la pobre hija, una damisela que no la había doblado en la vida, abocada a tener que ganarse el pan con el sudor de su frente (¡qué cosa más ordinaria!, diría la bella...). De nuevo muy bien acompañado, esta vez por gente más joven (Kidman, pero también Renée Zellweger, Jude Law, Natalie Portman... pero sobre todo por los estratosféricos Philip Seymour Hoffman y Brendan Gleeson), la cortedad de su papel no fue óbice para que, como siempre, Sutherland estuviera impecable.
Ya decimos que este siglo XXI no ha sido muy propicio para el buen cine en la carrera de Sutherland. Quizá su última buena película haya sido Ad astra (2019), la cinta dirigida por James Gray, con Brad Pitt como protagonista y productor, un film que, a ratos, recuerda la poderosa fuerza de 2001. Una odisea del espacio (1968), aunque sin duda no llega, ni de lejos, a su altura, pero sí es cierto que, por momentos, a ráfagas, nos presenta ideas, sentimientos, emociones como las propiciadas por la inmensa película de Kubrick. Aquí en un personaje secundario, un viejo militar que ayudará al protagonista en su preparación para un viaje en el espacio que quizá sea solo de ida, Donald estará, como siempre, excelente, con esa serenidad que solo dan los años, quizá también la proximidad de la muerte...
Donald Sutherland, además de los muy diversos personajes que ha interpretado a lo largo de una tan fecunda carrera, presentaba también una peculiaridad muy de buen actor, una actitud camaleónica para dotar a sus papeles de aspectos diferentes que los distinguiera, conseguir que ya en su apariencia fueran distintos unos de otros. Así, lo hemos visto con pelo largo, pelo corto, liso, ensortijado, negro, castaño y rubio; con bigote de diversas formas, pero también sin bigote; con barba recortada o hirsuta, negra, rubia o cana y, por supuesto, también totalmente afeitado; con gafas de diverso tipo y también sin lentes. Donald sabía, como todo buen actor o actriz, que la apariencia ya es buena parte del personaje, y que cada nuevo rol debería tener también un aspecto distinto: porque en interpretación, con mucha frecuencia, el hábito sí hace al monje...
Que la tierra te sea leve, Donald, gracias por tanto como nos has dado. Te recordaremos de la mejor forma posible: viendo tus películas, gozando de tus personajes, disfrutando con tu sabiduría actoral.
Ilustración: Gérard Depardieu, Donald Sutherland y Robert de Niro, en una escena de Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci.