Hay películas cuya única razón de ser es “chupar cámara” de otras de mayor relieve, de mayor prestigio y enjundia. Ese es el caso de este Casanova, que se comenzó a rodar pensando en seguir la estela de El Casanova de Federico Fellini, con tanta fortuna que se terminó mucho antes que el filme del cineasta italiano al que intentaba copiar, y en España pudo incluso robarle el título al felliniano. Daba igual: pasados los años, nadie se acuerda de este parásito, y los buenos aficionados retienen en su memoria las fascinantes, imposibles imágenes del megalómano filme del maestro de Rimini.
Se cuentan las trapisondas del veneciano Giacomo Casanova, supuestamente el hombre más odiado por los otros hombres y el más amado por las mujeres. Pero las aventuras amorosas de este donjuán de acento itálico le depararán más de un quebradero de cabeza. El tono general que le dio François Legrand (sonoro pseudónimo que utilizó a veces Franz Antel) fue de comedia ligera, y como tal se deja ver con cierta benevolencia. A Tony Curtis le cuadra bien el papel de “bon vivant”, de seductor impenitente, aunque cuando interpretó a Casanova en esta película su decadencia física había llegado ya a un extremo ciertamente desolador.
Los productores le rodearon de bellas mujeres, como debe ser con el burlador por excelencia, entre las que destacan la hermosura de porcelana de Marisa Berenson, poco antes musa de Kubrick en Barry Lyndon, o la explosiva Sylva Koscina, ya un tanto madurita pero todavía capaz de sublevar a un regimiento. Entre ellos, además del veterano Hugh Griffith, figura Umberto Orsini, que trabajó con cierta asiduidad con Luchino Visconti.
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