CINE EN SALAS
Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) es un cineasta italiano de ya dilatada carrera: desde que comenzó a dirigir, hace ahora treinta años, ha puesto en escena casi cuarenta títulos, entre cortos, series, algunos spots publicitarios y largos de ficción. En su adolescencia fue golpeado por una terrible tragedia: sus padres murieron asfixiados por monóxido de carbono procedente de una estufa en mal estado, salvándose él de puro milagro al estar fuera de la segunda residencia familiar para ver a Maradona, entonces la nueva estrella del Napoli; esa tragedia le inspiraría su film poco veladamente autobiográfico Fue la Mano de Dios (2021). Pero su fama internacional empezaría antes, con su Il divo (2008), feroz sátira sobre Giulio Andreotti, aquel político de la Democracia Cristiana que era como un corcho: siempre salía a flote...
Después tuvo otros éxitos, como La gran belleza (2013), de frenético ritmo y sin duda deudora del cine felliniano, y La juventud (2015), rodada en inglés con estrellas anglosajonas (Keitel, Caine, Reisz...). La referencia a Fellini no es ociosa, porque, además de esa película, La gran belleza, de evidente inspiración en La dolce vita, del famoso cineasta de Rimini, también Fue la mano de Dios tiene elementos fellinianos (citar Amarcord no estaría desencaminado). Pues parece que Sorrentino se ha tomado en serio eso de que es el heredero del “grande Federico”, y el resultado sería esta Parthenope...
La acción transcurre a lo largo de setenta años, desde los años cincuenta del pasado siglo hasta nuestros días. Conocemos a una familia napolitana, los Di Sangro, con un hijo pequeño, Raimondo, y una bebé en camino, que nace literalmente en el agua (la moda de alumbrar a los neonatos en el líquido elemento se ve que no es de ahora...), y a la que, a la hora de ponerle nombre, el llamado Comandante (una especie de padrino entre el personaje compuesto por Marlon Brando y Aristóteles Onassis...) le impone el de Parthenope, como la sirena mitológica que, tras atormentar a Ulises en su viaje de regreso a Ítaca, murió y fue enterrada en lo que hoy es Nápoles, dando nombre incluso al asentamiento humano anterior a la fundación de la ciudad donde surgió la siniestra Camorra, la mafia napolitana. Conoceremos entonces la vida y milagros de esta joven que es metafóricamente una sirena, sus devaneos con su amigo de infancia, Sandrino, pero también con su hermano, Raimondo, formando los tres una especie de ambiguo trío. Cuando Raimondo, de una sensibilidad extrema, se suicida al percatarse de la imposibilidad de su amor también físico por su hermana, la vida de Parthenope cambia por completo, llenándola de un complejo de culpa; aunque la chica no sabe realmente qué hacer, probará con la interpretación teatral, aunque finalmente se decantará por la carrera académica, a las órdenes de un peculiar catedrático (de notable parecido físico al difunto periodista sevillano Antonio Burgos, por cierto...)...
Mala cosa es que alguien quiera ser, conscientemente, el epígono de un grande. Nos parece que ese quizá sea el mayor de los problemas de esta Parthenope, esta historia que nos parece intenta establecer un nexo de unión con la mitología griega y latina, intentando corporeizar el espíritu de aquella sirena en cuyo ADN estaba inscrita su vocación de enloquecer (figurada o incluso literalmente) a los hombres, pero haciendo de ella, en el fondo, una mujer que busca su propia identidad en la realización de su vocación, que no tiene demasiado clara, lo que permitirá a Sorrentino darnos su particular visión de algunos mundos: el del arte escénico, aquí pintado como un microcosmos afectado y superficial, en el que la admiración y la detestación son sentimientos colindantes, en el que la fatuidad del divismo oculta un tremendo complejo de inferioridad; el de la carrera académica, en el que Parthenope se debatirá entre seguir la senda de su viejo maestro o desistir de ello, sintiéndose que quizá no valga para ese complicado oficio; o el de la vida eclesial, con ese estrafalario obispo que vela (es un decir) por el milagro de la sangre licuada de San Genaro, un prelado que recuerda poderosamente (otra vez...) a los que Fellini puso en imágenes en films como Roma.
Pero eso, que así escrito puede tener cierta coherencia, en la pantalla no la tiene, y el film se alarga extenuantemente durante dos horas y cuarto que no se acaban nunca, con ese pecado mortal del cine moderno que impone la dictadura del cine kilométrico si se aspira a hacer una gran película, olvidando que las obras maestras de verdad, casi siempre, no pasaban de los noventa minutos.
Y eso que los mimbres con los que ha contado Sorrentino han sido excelentes: un presupuesto muy superior a la media, de 26 millones de euros; un exquisito envoltorio formal con la lujuriante fotografía de Daria D’Antonio, y la hermosa música de Lele Marchitelli, cuajada de preciosas canciones “vintage”. Ello, sin embargo, a veces hace que el film tenga una cierta apariencia como de anuncio publicitario, una estética de “spot” que aunque superficialmente es muy bella, resulta evidentemente vacía. Escenas que buscan epatar al espectador, como la coyunda sexual ante numeroso público de los dos temblorosos herederos (chico y chica) de familias de la Camorra, en realidad son viejas como el mundo: es conocido que en las cortes europeas de la Edad Media y de la primera Edad Moderna la noche de bodas entre el rey y la reina, o entre el príncipe heredero y su reciente consorte, era necesariamente contemplada por la corte para confirmar que el matrimonio se había consumado; o la escena en la que la protagonista conoce al hijo (entre lo repulsivo y lo entrañable) del catedrático que dirige la tesis de Parthenope, que de nuevo remite al cine excesivo y desmesurado de Fellini, pero sin su genio, sin su chispa artística.
Interesante la composición de la protagonista joven que hace Celeste Dalla Porta, todavía de escasa carrera actoral, pero a la que la cámara quiere, como parece evidente. Del resto nos quedamos con la presencia aún magnética de Stefania Sandrelli, que hace de Parthenope madura, una actriz que lo fue todo hace medio siglo, pero a la que desde hace tiempo le teníamos perdida la pista. Gary Oldman, al que sacan a pasear en el tráiler en varias escenas, en realidad tiene un papel poco más allá del cameo, como un John Cheever crepuscular, borrachuzo y enamorado platónicamente de la “bella ragazza” napolitana, esa sirena que los enloquecía a todos, una sirena que es, a la postre, el mito de la fascinación que desde el principio de los tiempos ejerce la mujer sobre el hombre.
Cabría reflexionar de lo peligroso que es dejarse comer la oreja por los aduladores de turno: Sorrentino es un cineasta de talento, como demostró, por ejemplo, en Il divo y La gran belleza, pero nos parece que ese talento tiene que desarrollarlo a su manera, con su propio estilo, sin intentar ser quien no es: y la estela de Fellini, aquí, nos parece estruendosa.
Pero no es Fellini...
(28-12-2024)
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