La carrera de Damien Chazelle es ciertamente meteórica. Su primer largometraje, Whiplash (2014), ganó 3 Oscars, bien que mayormente de pedrea. Su segundo film, La ciudad de las estrellas (La la land) (2016), fue una de las películas por excelencia del año y consiguió 6 estatuillas de la Academia de Hollywood, incluyendo la correspondiente a Mejor Director, siendo el más joven (tenía entonces 32 años) en lograr ese galardón. Ahora, con su tercer largometraje, este First Man, se reafirma como uno de los cineastas más interesantes del momento.
Porque además lo que llama la atención en Chazelle es su capacidad para crecer. Mientras que Whiplash no era sino una apología de la execrable lacra de “la letra con sangre entra”, un abyecto elogio del maltrato colegial como método de aprendizaje (vivido por Damien en sus propias carnes en su juventud), una película curiosa pero sin mucho más interés, La la land era un festín para los sentidos: vista y oído, por supuesto, como el fastuoso musical que era, pero también para ese sentido intangible, inasible, de la emoción. Con First Man Chazelle da otro paso más (sí, como el de Armstrong...), porque además, en contra de lo que pudiera pensarse, su nueva película no es la típica patriotada tan habitual en las obras que glosan la carrera espacial USA, máxime cuando, como ocurre en este caso, se habla de una hazaña realmente auténtica, situar a dos hombres en la Luna cuando hacía apenas 60 años que el ser humano había aprendido rudimentariamente a volar por medios mecánicos.
Y esa es una de las primeras virtudes de este film que en otras manos podría haber sido un mamotreto incomestible, una insoportable loa a la grandeza de Estados Unidos y de aquel héroe, Neil Armstrong, que fue capaz de sortear obstáculos hasta llegar a poner el pie en nuestro satélite. Sin embargo, Chazelle plantea su historia no como la de un héroe sino como la de un hombre herido. Al principio de los años sesenta Neil y Janet Armstrong perdieron por el cáncer a su pequeña hija Karen, de apenas 3 años. Aunque la pareja aparentemente se recuperó, teniendo otro hijo (además del que ya tenían), Neil nunca se llegó a reponer de aquel mazazo que le destrozó la vida.
Chazelle, entonces, no opta por la obvia epopeya, para nuestra fortuna, sino por contarnos la tragedia callada de este hombre que se sentía roto por la pérdida insuperable de su hija pequeña. Ello nos permitirá alguna perla cinematográficamente bellísima, como la escena en la que Neil, ya en la Luna, en un último y supremo acto de amor, desliza sobre la superficie lunar la infantil pulserita de su pequeña, su más recóndito recuerdo de la niña. También es notable toda la secuencia del alunizaje, con ese momento mágico, cuando se abre la escotilla y un ser humano contempla, por primera vez, en vivo y en directo, la superficie selenita, dado por el director eliminando absolutamente el sonido, para que sea solo la desolada llanura lunar la que acapare todo el protagonismo, una visión que nadie antes había contemplado como lo hicieron entonces Armstrong y su compañero “Buzz” Aldrin.
Huyendo entonces de las alharacas patrioteras al uso, Chazelle consigue la que para nuestro gusto es su obra más redonda, más humana, la tragedia de un hombre que era, en puridad, un lisiado emocional, y al que solo la fuerza de una mujer que supo empujarle para hacer lo correcto (tremenda la escena en la que le obliga a despedirse de sus hijos cuando emprende el viaje a la Luna) consiguió que llegara tan lejos.
Curiosamente también, y con buen criterio, el director y guionista opta por no dar excesivo relieve a la famosa escena del primer paso del hombre sobre nuestro satélite, presentándolo como una parte más del viaje, sin grandes aspavientos sinfónicos, como sin duda hubiera hecho un director menos sensible y con más tendencia hacia el patrioterismo vacuo. También en esa línea, el anuncio a Armstrong por parte de su superior jerárquico de que él será la primera persona que ponga el pie en la Luna tendrá lugar en un sitio tan cotidiano, incluso tan vulgar, como los servicios de la NASA, mientras el astronauta se lava las manos. Nada de fanfarrias, ni de solemnidad: la naturalidad más llana, la noticia de su vida mientras se frota las manos con jabón...
Consecuentemente con esta osada propuesta que no presenta a Armstrong como un superhéroe sino como un hombre ordinario, quizá incluso menos que ordinario (en el sentido de que tenía una grave tara emocional), la película no ha roto ningún record en taquilla: y es que no es una henchida oda plena de épica sino más bien una melancólica elegía, si sirven los términos poéticos.
Ryan Gosling realiza un trabajo estremecedor. Sabíamos ya de su capacidad interpretativa, pero aquí está ciertamente espléndido en un rol que tiene como hándicap el hecho de ser un personaje histórico que ha vivido además hasta hace pocos años (murió en 2012), un hombre al que el imaginario norteamericano tiene, con razón, como uno de sus mitos. Gosling interpreta hacia adentro: su rostro es un mapamundi de emociones apenas visibles, aunque están ahí; solo se permite un momento de rompimiento, pero qué momento. Pero la que está impresionante es Claire Foy, en un personaje, la mujer tras el mito, que ella soluciona de la mejor forma imaginable, una mujer que tuvo que convivir con el hombre herido que, de puertas para afuera, era un héroe nacional, una mujer que hubo de ser el ancla al que se aferró un hogar de otra forma a la deriva. Gran descubrimiento este de Foy, a la que hasta ahora solo habíamos visto en papeles episódicos, aunque ya empezó a llamar la atención recientemente en films como Una razón para vivir (2017) y en la serie televisiva The Crown, y a la que próximamente veremos en uno de los personajes más interesantes que ha dado la literatura y el cine en este siglo XXI, Lisbeth Salander, en el nuevo capítulo de la saga Millennium.
140'