CINE EN PLATAFORMAS
ESTRENO EN SKYSHOWTIME. Disponible también en Filmin, Apple TV, Prime Video y Microsoft Store.
Alexander Payne, a la chita callando, se está convirtiendo en uno de los cineastas norteamericanos que mejor trata el cine de relaciones humanas; afortunadamente, en el cine yanqui hay vida más allá de Marvel y de otras franquicias en las que lo único que importa es el ruido y la furia, y Payne está en esa no demasiado extensa nómina de cineastas que tienen más interés en presentar los sentimientos humanos, la interrelación entre personas, que el espectáculo hueco y fantasioso de los tíos en leotardos.
Y eso que cuando comenzó a hacer cine, allá por 1985, no parecía que fuera a llegar demasiado lejos, con productos que no trascendieron más allá de sus fronteras (y dentro de ellas tampoco fueron especialmente jaleados...). Incluso cuando empezamos a saber de él, a principios de este siglo XXI que nos verá morir, el primer film que le conocimos, A propósito de Schmidt (2002), no parecía sino una copia libre y desvaída de la celebrada Mejor... imposible (1997), con un Jack Nicholson haciendo un papel no muy lejano. Pero ya con Entre copas (2004) se vio que aquel cineasta tenía más recorrido del que parecía, en una “road movie” diferente que gustó mucho e incluso fue nominada a cinco Oscars, de los que el propio Payne y Jim Taylor consiguieron el de Mejor Guion Adaptado. Su siguiente film, para el que tuvieron que transcurrir siete años (Payne no es precisamente el Correcaminos haciendo cine, ni falta que hace, por supuesto...), Los descendientes (2011), fue también bastante celebrado, aunque confesamos que a nosotros nos dejó un tanto fríos, aunque valoramos la heterodoxia de la propuesta (rico abogado, en el duro trance de tener a su esposa en coma tras un accidente, se entera de que su amada le ha estado poniendo los cuernos...). De nuevo nominado a cinco Oscars, otra vez Payne se lleva el de Mejor Guion Adaptado, que parece que los colecciona... Su posterior empeño, Nebraska (2013) sí que nos llegó plenamente, convenciéndonos de que en Alexander hay un cineasta de raza, en una nueva “road movie”, ahora con padre senil en busca de un premio inexistente y el hijo que intenta, más bien infructuosamente, convencerlo de su error.
Ahora, con esta Los que se quedan, Payne revalida el interés que en él tenemos depositado, en una dramedia densa e intensa, llena de dolor pero también de toques de ironía y suave humor, una historia ambientada a finales de 1970 y principios de 1971, en el campus universitario de Barton, al llegar las vacaciones de Navidad; casi todos los alumnos se marchan con sus familias, salvo un pequeño grupo que, por diversas razones, habrá de quedarse en el centro universitario; entre ellos está Angus, un chico desabrido, íntimamente dolorido por su tragedia familiar, al haber enloquecido su padre y estar recluido en una institución psiquiátrica, mientras su madre ha vuelto a casarse y le hace poco caso al chico; a su cuidado se queda uno de los profesores, el titular de Historia Antigua, un cincuentón más bien friqui llamado Paul Hunham, poco estimado por los alumnos por su extrema rigidez; y Mary Lamb, la cocinera afroamericana, para las que esas Navidades serán las primeras sin su querido hijo que ha muerto en la guerra de Vietnam...
Las relaciones entre estos tres perdedores, cada uno a su manera, y en especial entre el adusto profesor cascarrabias y el alumno rebelde y atormentado, constituirán el meollo de esta historia que, ciertamente, encaja dentro de esa etiqueta que ahora se denomina “feel good”, sentirse bien, un tipo de cine que, con sus penas y congojas, es capaz sin embargo de trascenderlas y dejar en el espectador una (quizá tibia) sensación de esperanza. Porque las relaciones entre el viejo estricto, riguroso y amante de la verdad, y el chico desesperado porque su familia hace aguas y, lo que es peor, él se sabe también en la misma ola que lleva a la ruina de su futuro, serán, como cabía esperar, unas relaciones en las que cada uno de ellos irá, sin pretenderlo, aprendiendo del otro; el viejo, a ser menos intolerante, a aprender que no siempre la verdad es lo importante, sobre todo cuando esa verdad puede hacer un grave daño a otra persona, con lo que finalmente el rígido precepto de su universidad, “los hombres de Barton no mienten”, deja paso a una realidad más laxa, más líquida, donde lo importante no será la sacrosanta veritas de sus queridos romanos clásicos, sino el bienestar moral de quien tiene toda la vida por delante y una piadosa mentira (aunque ello suponga la autoinmolación figurada del profesor) lo puede salvar; el chico, por su parte, entenderá que su furia contra todo y contra todos no va a ningún lugar, que solo le perjudica a él, y que una mirada más sosegada, también más generosa con sus semejantes, solo le puede hacer bien, mucho bien. La cocinera, huérfana de hijo, aprenderá, aún llorando a lo más querido que se le fue, a seguir viviendo, a seguir adelante, a resistir, a existir.
Payne rueda sin subrayados, sirviendo modestamente y sin alharacas su muy apreciable guion, que es en gran medida de lo mejor del film, apoyándose además en un trío de intérpretes notables. Nada nuevo en el caso del gran Paul Giamatti, que como imaginábamos, hace toda una creación de este profesor gruñón que tiene su esqueleto en el armario, cuyo mundo se abre y se cierra sobre el microcosmos de su universidad de toda la vida, enfrentado al conflicto más difícil de su carrera, intentar que no se le desmande el peor de los alumnos de su facultad; Giamatti es uno de los grandes secundarios del cine norteamericano, de la talla de un Stanley Tucci, un Richard Jenkins, o un Chris Cooper, actores que lo hacen todo bien, sea lo que sea. Por su parte, Da'Vine Joy Randolph, que interpreta a la madre huérfana de hijo, está muy bien en un personaje que requería contención y dolor a la vez. Pero el que ciertamente es un hallazgo es el jovencísimo Dominic Sessa, en su primer papel ante una cámara, que consigue infundir a su personaje la dosis exacta de chulería y desvalimiento, “cualidades” nada fáciles de conciliar; habrá que seguirlo, a ver si es igualmente bueno en otros registros, pero en este desde luego está estupendo.
Como curiosidad, apreciamos una evidente voluntad de presentar un diseño de producción de corte “vintage”, impregnado de todo lo relativo a los años setenta en los que se ambienta la historia; pero ese diseño de producción que busca reproducir el tono de los “seventies”, evidentemente una decisión creativa de Payne y su equipo artístico, no se detiene solo en la excelente ambientación (vestuario, peluquería, atrezo, coches, calles, aulas...), sino también en un detalle peculiar observado en los logos que preceden el film, los de Universal Pictures, que actúa como distribuidora internacional, y los de las productoras Miramax y Focus Features: el de Universal que se utiliza aquí es el que usaba la productora de Tiburón en aquella época, en dos dimensiones; el de Miramax, también en dos dimensiones, es posible que fuera el que tenía esta productora en los setenta, dado que se fundó a finales de esa década; pero el de Focus Features es el más llamativo, porque es una compañía subsidiaria de Universal que fue fundada a principios del siglo XXI, por lo que el rótulo que aquí aparece con su marca, lógicamente en dos dimensiones, a la manera en que se hacía en los años setenta, es una creación “ad hoc” para esta peli, para que parezca que, efectivamente, está producida en aquellas fechas. Incluso el visible grano de la fotografía del danés Eigil Bryld recuerda poderosamente el de las producciones de aquellos años. En definitiva, Payne manifiesta de esta forma una voluntad de hacer cine no sólo “de época”, sino como si efectivamente estuviera hecho realmente en esa época.
(12-01-2024)
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