Le han dado, tan justamente, el Premio Nacional de Cinematografía 2019 a Josefina Molina, y por una vez, y sin que sirva de precedente, el jurado ha fallado y no ha fallado a la vez, si nos permiten la doble acepción del verbo “fallar”. Si en otras ocasiones puede haberse considerado excesivo, o prematuro, en el caso de Josefina Molina nos parece más que acertado, meritísimo el galardón.
Y lo curioso es que, premiándola a ella, entendemos que se ha premiado, además de su larga, fecunda, sólida, feraz carrera como guionista y directora de cine y realizadora de televisión, algunas otras circunstancias, personales, de género y generacionales, unas más evidentes que otras.
Josefina Molina Reig nació en Córdoba en 1936. Pudo cursar estudios superiores (Ciencias Políticas en la Complutense) en una época en la que una mujer en la universidad era una rara avis. En el mundo cultural se inició en su ciudad natal en los medios teatrales, aunque pronto se interesó por el cine. Mantuvo durante buena parte de los años sesenta una colaboración especial con el programa Vida de Espectáculos, de Radio Vida de Sevilla, por lo que se la incluye con toda razón dentro de lo que se puede denominar “la Generación del Vida”, grupo humano que comentaremos más adelante. En los años sesenta se graduó en dirección en la Escuela Oficial de Cinematografía.
La realizadora de televisión
Entra Josefina en Televisión Española (TVE), de la que será realizadora, fundamentalmente en programas de tipo cultural y espacios de ficción. En esa función realizará numerosos dramáticos, series y miniseries, pudiéndose destacar, entre otros, su adaptación televisiva de La metamorfosis (1968), de Kafka; el episodio de Los Pintores del Prado titulado Durero: La búsqueda de la identidad (1974); el capítulo de Los libros denominado Doña Luz (1976); la adaptación de la novela El camino (1978), de Delibes; varios capítulos de la serie creada por Antonio Gala, Paisaje con figuras, entre ellos María Calderón “La Calderona” (1984); y, sobre todas esas obras, la espléndida versión de la vida de la fundadora de las Carmelitas Descalzas, la miniserie Teresa de Jesús (1984), en la que la colaboración de Josefina con Concha Velasco produjo un auténtico prodigio, una obra audiovisual que rayaba la perfección, donde drama, religión, poesía, lucha, misticismo, mujer, alcanzaban una rotunda simbiosis como rara vez se había conseguido en la televisión española; las 625 líneas serían también su despedida del audiovisual con la miniserie Entre naranjos (1998), sobre la novela homónima de Vicente Blasco Ibáñez.
La guionista y directora de cine
Aparte de algunos cortos, la primera película dirigida por Josefina para el medio cinematográfico sería la extraña Vera, un cuento cruel (1973), sobre una historia original del escritor francés Auguste de Villiers de l'Isle-Adam, con Fernando Fernán Gómez, Julieta Serrano y Víctor Valverde, una película “de época” de corte necrofílico, que probablemente era demasiado avanzada para su tiempo y tuvo escaso recorrido comercial, a pesar de lo cual anunciaba ya una mirada diferente en el panorama cinematográfico contemporáneo español.
Su segunda película, Función de noche (1981), sí tendrá una notable acogida, tanto en público como, sobre todo, en crítica; Molina presentaba lo que hoy día podemos denominar “docu-ficción” o “docu-drama”: Lola Herrera, en aquella época en la cresta de la ola al interpretar en las tablas teatrales –lo ha seguido haciendo hasta hace bien poco— el monólogo Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, cuya dirección teatral ejercía precisamente Josefina, se pone a las órdenes de Molina en este film que, ciertamente, llamó poderosamente la atención: Lola y Daniel Dicenta, su exmarido, también actor, hablan en el camerino del teatro donde ella representa la obra delibesiana. Ambos se desnudan psicológicamente, en un devastador diálogo que pondrá en carne viva su relación conyugal, con momentos absolutamente estremecedores, que bien podría haber firmado el mejor Bergman.
Su tercer film será Esquilache (1989), una adaptación de la obra teatral de Antonio Buero Vallejo Un soñador para un pueblo, que recrea el tiempo en el que el marqués de Esquilache fue valido de Carlos III, una época en la que aquel reformador quiso modernizar España, sin que los españoles (y, sobre todo, los que nos manipulan desde hace tanto tiempo...) lo permitieran, un retrato sobre la dificultad de gobernarnos que algunos quisieron identificar con los problemas que ya por aquel entonces tenía Felipe González como presidente del gobierno, cuando empezaron a aflorar los casos de corrupción (Juan Guerra, Luis Roldán, Mariano Rubio et alii) que, finalmente, le apartaron del poder, años más tarde. Con gran elenco interpretativo (Fernán Gómez, Marsillach, López Vázquez, Velasco, Rivelles, Closas...), la película obtuvo buenas críticas y una taquilla razonable, además de algunos premios (2 Goyas entre ellos), todo lo cual permitiría a Josefina dirigir de nuevo a corto plazo, no con los largos intervalos que hasta entonces había tenido que asumir como inevitables en sus realizaciones.
Su nueva película será Lo más natural (1990), curiosamente la única ficción (si damos por bueno que Función de noche jugaba en otra liga...) ambientada en el tiempo actual que ha dirigido Molina en cine. Fiel a su carácter feminista, hará que sea una mujer la protagonista y el personaje sobre el que gira toda la trama: el rol de Charo López, divorciada y de regreso a su profesión, abandonada anteriormente por “sus labores”, se relacionará también sentimental y, sobre todo, sexualmente, con un joven Miguel Bosé, en un film que reivindicaba la capacidad de la mujer para asumir su vida y sus actos sin tener que dar explicaciones. Película que tendría una aceptable acogida en taquilla, sin embargo la crítica no la trató demasiado bien, como si la propuesta moliniana pareciera demasiado comercial, cuando en puridad era una bomba de vindicación feminista, vestida con los ropajes del cine al uso.
La filmografía en cine de Josefina se cerrará con La Lola se va a los puertos (1992), adaptación de la obra teatral homónima de los hermanos Antonio y Manuel Machado, que ya había conocido una versión anterior, con igual título, rodada en 1947 por Juan de Orduña. La versión de Molina tendrá un tono mucho más andalucista y más feminista que la de Orduña, como cabría esperar; la presencia de una poderosa Rocío Jurado impregnaba todo el relato, aunque algunos errores de casting (a Francisco Rabal, siempre tan magnífico actor, le sentaba como a un santo dos pistolas el personaje de cacique cabrón) y algunas disfunciones narrativas darían como resultado una menguada aceptación popular y una cierta frialdad por parte de la crítica, lo que en alguna medida provocaría el final de la carrera de Molina como directora de cine.
La pionera, la feminista
Josefina Molina hizo cine y televisión en España cuando ver a una mujer dirigiendo películas y realizando programas de televisión era más raro que un perro verde. Aparte de algunas pioneras de la época clásica (Rosario Pi, Helena Cortesina, Margarita Alexandre, Ana Mariscal), lo cierto es que en los años sesenta y setenta, en España, había prácticamente nada más que tres mujeres directoras, la propia Josefina, más Pilar Miró y Cecilia Bartolomé. Sería un axioma afirmar que, si Molina, Miró y Bartolomé hubieran sido varones, habrían rodado muchas más películas, pero su sexo (y, sobre todo, la consideración que de ellas tenían los hombres que decidían en aquella época) las confinó a un territorio cuasi de reserva india. Molina luchó para que ello fuera de otra forma, para dar su visión femenina entre tanto universo masculino, para darnos, en cine y televisión, miradas de mujer: como la torturada Lola Herrera de Función de noche, como la Julieta Serrano de Vera, un cuento cruel, como la Charo López de Lo más natural, por supuesto como la Rocío Jurado de La Lola se va a los puertos, mujeres que son libres o quieren ser libres, y luchan a toda costa para serlo. En esa misma línea, ya en el siglo XXI funda y preside la CIMA, Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales, que batallarán por abrir un hueco a las féminas en el panorama cinematográfico y televisivo español, todavía en este siglo abrumadoramente dominado por los varones.
La integrante de la “Generación del Vida”
Aunque el jurado que ha determinado la concesión a Josefina Molina del Premio Nacional de Cine es evidente que no ha tenido esa intención, nos parece que este galardón es, también, ampliable a la que denominamos “Generación del Vida”, una pléyade de hombres (y una sola mujer, ella, Josefina Molina) que durante los años sesenta y setenta fueron fundamentales en el devenir del cine y la televisión en España. Josefina fue una integrante más de este grupo humano que deslumbró en aquel tiempo y sobre cuyas bases, todavía, gravita buena parte del conocimiento cinematográfico, cinéfilo y académico español.
Molina mantuvo una colaboración estrechísima con el grupo durante la década de los cincuenta y primeros sesenta, un grupo en el que estaban gente como Claudio Guerin Hill, finísimo crítico, director de escena, exquisito realizador de televisión (sus dramáticos, como el Ricardo III de Shakespeare o El mito de Fausto, de Goethe, son justamente recordados), director de cine, muerto en accidente de trabajo en una de las últimas tomas de su segundo film, La campana del infierno (1973); Claudio era la gran esperanza blanca del cine español de los setenta; de no haber mediado una muerte tan precoz como (en el fondo) estúpida (como todos los accidentes), quién sabe a dónde habría podido llegar aquel talentoso sevillano. Romualdo Molina, quizá el más inteligente de todos (y estamos hablando de un grupo humano en el que la excelencia intelectual era la regla no escrita), crítico de cine, experto en flamenco, de lo que lo sabe todo, fue programador en Televisión Española (cadena La 2), junto a otro de los miembros de la Generación del Vida, José Manuel Fernández, del imprescindible espacio Cineclub, en el que tantos pipiolos bebimos (y vivimos) durante años cine de verdad, no de plástico; Alfonso Eduardo Pérez Orozco, de cultura enciclopédica, también perito en lo jondo, mantuvo durante los años setenta un programa divulgativo en Televisión Española, de nuevo en La 2, llamado Revista de Cine, que contribuyó, y de qué manera, a la cinefilia de los espectadores televisivos de la época; Carlos Gortari, que derivó su labor cinematográfica más hacia las tareas administrativas, llegó a alcanzar el máximo nivel como tal durante los gobiernos de la UCD como Director General de Cine, organismo que posteriormente se transformó en el actual Instituto de la Cinematografía y las Artes Audiovisuales (ICAA); y Eduardo Benítez, que además de crítico cinematográfico se especializó en la gestión cultural y de certámenes, teniendo relevante papel en el extinto Festival Internacional de Cine de Sevilla.
Y, en una segunda oleada de la “Generación del Vida”, llegaron a partir de los años sesenta Francisco Casado, crítico de pura estirpe clásica, amante del gran cine americano y director durante décadas del inolvidable programa radiofónico de Radio Popular de Sevilla Vida de Espectáculos, que es el “culpable” de que hoy, lector, estés leyendo este texto; en el mismo espacio también difundía sus críticas Juan Fabián Delgado, de depurado estilo, refinada mirada política y notable capacidad de análisis; Rafael Utrera Macías no solía escribir críticas en Vida de Espectáculos, pero sí difundía en él memorables artículos (todavía recuerdo el dedicado a Zardoz como si lo estuviera escuchando ahora mismo... y debió ser allá por 1974...), que supusieron potentes cargas de profundidad en el intelecto de algunos que, con el tiempo, decidimos dedicarnos a esto; Utrera, además de catedrático de universidad y doctor, es autor de una fecunda bibliografía en la que ha explorado fundamentalmente las relaciones del cine y la literatura, además del cine andaluz, entre otros temas.
Así que, aunque con toda seguridad el jurado del Premio Nacional de Cine no haya tenido intención de hacerlo, en el fondo tan elevado galardón es también, o al menos así nos lo parece, manifiestamente extensible a esa “Generación del Vida” a la que perteneció Josefina Molina, una quinta de talentos relacionados con el cine como en Sevilla, en Andalucía, quizá en España, no se ha concitado jamás en un tan corto período de tiempo y en un ámbito geográfico tan localizado.
Ilustración: Concha Velasco, en una imagen de la serie televisiva Teresa de Jesús (1984), dirigida por Josefina Molina.