Enrique Colmena
Nacido en París en 1930 (hace ahora, por tanto, 76 años), Claude Chabrol puede reputarse, sin faltar a la verdad, como el último mohicano de la llamada Nouvelle Vague, aquel liberador movimiento del cine francés que, durante los últimos años cincuenta y parte de los sesenta, renovó a fondo una cinematografía que se había encasquillado en el cine antiguo de Marcel Carné, Jean Delannoy o Claude Autant-Lara. De aquellos jóvenes airados que, surgidos de revistas como Cahiers du Cinema, hicieron mangas y capirotes con el cine galo, el único que sigue haciendo cine con regularidad es Chabrol: muerto prematuramente Truffaut, con Godard perdido para la causa de un cine “normal”, con Rohmer espaciando cada vez más sus filmes (algo tendrá que ver sus 87 años de edad), siempre se podrá decir que también están ahí gente como Alain Resnais, pero éste no perteneció nunca, realmente, a los jóvenes airados de la Nouvelle Vague, sino que su cine, más intelectual y elitista, siempre se mantuvo al margen de la marea prodigiosa de aquella Nueva Ola; se podría hablar también de Jacques Doniol-Valcroze, pero el cofundador de Cahiers hace tiempo que no dirige nada, y cuando lo hizo tampoco se puede decir que fuera precisamente Ingmar Bergman… Jacques Rivette es otro de los nouvelvaguistas clásicos, pero también rueda de higos a brevas (algo tendrá que ver también sus casi 80 “tacos”).
En resumidas cuentas, que Chabrol es el único que se mantiene permanentemente al pie del cañón, de entre aquellos que una vez cambiaron el mundo con su cine. Pero el Claude Chabrol de hoy no es, ni de lejos, el que durante sus primeros veinte años de carrera deslumbró con un cine potente, acre desguazador de una clase social, que no era otra que la suya propia, la burguesía. Debutó el cineasta parisino (gracias a una herencia: nada más pequeñoburgués, ¿no?) con “El bello Sergio”, allá en 1958, y durante los años sesenta hizo, fundamentalmente, trabajos alimenticios que le fueron confiriendo las “tablas” de las que carecía, con títulos perfectamente olvidables como “Marie Chantal contra el Dr. Kha” o “El Tigre se perfuma con dinamita”, horribles remedos en clave paródica de la entonces (como ahora, pero en otro contexto) exitosa serie 007. Hacia 1968, coincidiendo curiosamente con el Mayo Francés (aunque ideológicamente Chabrol nunca estuvo interesado en las lecturas políticas que se hicieron en aquel terremoto social), el director parisino empieza a encontrar su sitio en el cine francés con “Las ciervas”, un drama en el que, solapadamente, hacía su aparición el lesbianismo, lo que le costó quedarse sin estrenar en España hasta después de la muerte de Franco, a pesar de la pudorosa exposición del tema. Es a partir de 1969, y hasta casi finales de los años ochenta, cuando Chabrol da lo mejor de sí, a través de una serie de intrigas policíacas ambientadas socialmente en la clase media, con espléndidos filmes como “Accidente sin huella”, “Al anochecer”, “El carnicero”, “Relaciones sangrientas” o “Inocentes con manos sucias”; ésta su mejor etapa se cerrará en 1978 con “Prostituta de día, señorita de noche” (es cierto, penoso título español para el original “Violette Noziere”). También en este decenio realizó otros títulos no precisamente brillantes, como “Doctor Casanova”, pero es que Chabrol tiene la mala costumbre de comer (muy bien además: tiene fama de excelente “gourmet”) todos los días…
Pero, además de esa media docena de títulos excelentes, Chabrol tuvo aún tiempo (y fuerza de convicción para persuadir a los cándidos productores que pusieron las “pelas”) de dirigir dos rarezas en esa misma época: “La década prodigiosa”, una extraña, insólita historia sobre el Padre, el Hijo y los Diez Mandamientos, en clave de thriller moderno, en el que el papel del Dios figurado lo representa, claro está, el mismísimo Orson Welles; y “Alicia, o la última fuga”, donde el surrealismo es llevado a su máxima expresión, cosechando por tanto, como era lógico, un estrepitoso fracaso en taquilla.
A partir de 1980 la filmografía de Chabrol se vuelve aún más irregular, y toca muchas y variadas vertientes: desde el peculiar etnicismo de “El caballo del orgullo” hasta variantes de su cine de intriga y denuncia burguesa, en “Los fantasmas del sombrero” y “Pollo al vinagre”. En 1987 se encuentra creativamente hablando con una novelista con la que tiene más de un punto en común, Patricia Highsmith, y versiona su notable “El grito de la lechuza”. 1988 es el año de su última gran película, “Asunto de mujeres”, sobre el aborto en la Francia de la ocupación nazi, con Isabelle Huppert bordando el papel, una actriz con la que Chabrol parece encontrarse especialmente cómodo; de otra forma, no habrían hecho juntos, hasta ahora, siete películas.
A partir de ahí, Chabrol empieza a desfallecer y su talento sólo brilla episódica, esporádicamente, en algunos momentos de títulos como “El infierno”, “La ceremonia“ o “No va más”. El pobre resultado de “Borrachera de poder” (cuyo estreno ha sido perfecta excusa para estas líneas) parece confirmar que los cineastas nacidos al calor de la Nouvelle Vague están prontos a cerrar un ciclo histórico. Y es que nada es para siempre…