Rafael Utrera Macías

Los espectadores de Bienvenido Mr. Marshall, la celebérrima película de Luis García Berlanga, cuando comienzan a salir las imágenes, oyen la voz de un narrador:

-Pues, señor, érase una vez un pueblo español, un pueblecito cualquiera, y sucedió que, una mañana, precisamente esta mañana… pero, no… creo que antes deben ustedes familiarizarse con sus casas, con sus habitantes, con sus costumbres... (…)

Antes de que termine la proyección, volveremos a oír al narrador (voz de Fernando Rey), quien, nuevamente, incide en las costumbres de los habitantes de Villar del Río, y nos informa, entre otras cosas, de que las mujeres siguen cosiendo en silencio y los hombres trabajando la tierra con un arado tirado por vacas, no sin advertirnos que las vacas…. no mascan chicle… Y, colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Berlanga y sus guionistas ofrecieron una historia ejemplar; para ello no se privaron de una voz omnisciente y de las oportunas fórmulas pertenecientes a la vieja historia de los cuentos y de la narrativa popular, con principio, “…érase una vez…”, y, con final, “colorín, colorado, este cuento…”.

Abriendo y cerrando con frases hechas, consagradas por las costumbres populares, el director acuña el término “cuento” para catalogar su película. Así lo entendemos y así lo aceptamos, de manera que las costumbres de Villar del Río ejecutadas monótonamente a diario, sazonadas ahora con la esperada llegada de los americanos, debe funcionar en el entendimiento del receptor como una fabulilla cuyo final se dará de bruces con la más dura realidad cotidiana. Pero esta, ya es otra historia.

La Real Academia Española de la Lengua define el término “cuento” como “narración breve de ficción”, “relato generalmente indiscreto de un suceso” o “relación de un suceso falso o de pura invención”; y ello, sin entrar en variantes coloquiales como “…ese tiene mucho cuento…” o “…eso es un cuento chino…”. “Cuentos” rebasa, en esta ocasión, su significado literal, según lo entiende y define la Lengua y la Literatura, y amplía, en una plural connotación, sus múltiples formas y heterogéneas variantes: poemas, piezas para teatro breve, guion literario catalogado como “novela-film”, narración breve, colaboración periodística, capítulo de novela, poema en prosa, etc., etc.

Lo que pretendemos ofrecer a los lectores de Criticalia es una serie de comentarios sobre “relatos”, “cuentos”, en el más amplio sentido del término, cuya temática general en sus correspondientes episodios, se sirvieron del cine; fueron escritos por autores que, en mayor o menor proximidad, estuvieron cercanos al nacimiento del nuevo espectáculo y se interesaron, de modos muy diversos, ya en su favor, ya en su contra, por el desarrollo del mismo. Sus escritos (todos podrían empezar con “érase una vez…” y terminar, cómica, dramática, o, poéticamente, con ese popular “colorín, colorado”) y nuestras explicaciones, están referidas a los siguientes autores:

Manuel Machado (“Vagamente”), Rubén Darío (“Films de París”), Ramón Pérez de Ayala (“La vieja y la niña”), Vicente Blasco Ibáñez (“La vieja del cinema”), Serafín y Joaquín Álvarez Quintero (“Una película del Quijote”), Ricardo Baroja (“Arte, cine y ametralladora”), Ramón Gómez de la Serna (“Boda seguida de divorcio”), Luis Buñuel (“Hamlet”), Pío Baroja (“El poeta y la princesa o el cabaret de la cotorra verde”), Azorín (“El primer gesto”), Eduardo Zamacois (“Una escena magistral”), Luisa Muñoz de Buendía (“Rueda el amor”), Federico García Lorca (“La muerte de la madre de Charlot”), Ramón J. Sender (“En los funerales de Chaplin”), Francisco Ayala (“Polar Estrella”) y Rafael Porlán Merlo (“Juicio Final de Greta Garbo”).

Criticalia, de modo semejante al orientador “disponible en…”, alusivo al centro emisor de las películas, ofrecerá al lector interesado, dos informaciones relativas al original literario:
1) referida a la edición (libro, periódico, revista, etc.) donde los autores publicaron su “cuento”.
2) las páginas del volumen “De Baroja a Buñuel. Cuentos de Cine”, de Editorial Clan.

Véase un ejemplo: Luis Buñuel: “Hamlet”.
1. “Obra literaria”. Ediciones de Heraldo de Aragón. Zaragoza
2. “Cuentos de cine”. Ed. Clan, págs. 103-118


De autores y obras

En el Madrid de 1896 tuvieron lugar las primeras proyecciones públicas del Cinematógrafo. Su progresiva expansión se hizo evidente como entretenimiento popular y, paralelamente, como vehículo de expresión artística. De inmediato, la vida cultural acusó la manifiesta penetración del cinema en la misma. La prensa se convirtió en el primer medio para su comunicación; andando el tiempo, el profesional y las secciones cualificadas motivaron a un público espectador ávido de entretenidas novedades y alimentaron polémicas sobre la condición de un espectáculo que, nacido en el entorno de la barraca de feria, comenzaba a codearse con artes consagradas y hería gravemente al de Talía.

Los escritores que desarrollan su actividad literaria en los años inmediatos al acontecimiento mencionado reaccionaron de diverso modo ante este espectáculo de masas: bien mostrando opiniones sobre la condición artística, cultural y social del mismo, bien ofreciendo un activo intervencionismo en la industria bajo modalidades que abarcaron producción y dirección, interpretación y asesoramiento.

Esta elemental clasificación entre literatos “teorizantes” y “pragmáticos” no es exclusiva de los denominados “modernistas” o “noventayochistas”; muy al contrario, las generaciones posteriores, conocidas como “novecentista” y  “grupo del 27”, se decantaron por la integración del cinema como elemento catalizador de la nueva expresión literaria y plástica; y es que, en efecto, la progresiva influencia de las vanguardias europeas en nuestro horizonte artístico no fue nada ajeno para el devenir expresivo del cinematógrafo. Llegados a épocas actuales, el acercamiento entre escritores y cinematografía no presenta otras fisuras que las pura y estrictamente personales; por lo general, la incidencia de la expresión y terminología fílmicas en la literatura de los escritores fue ya lugar común que encontró en la narrativa del siglo XX, y no digamos en la del XXI, excelentes ejemplos.

Tanto Azorín como Baroja fueran notarios de las diversas posturas de sus compañeros; para unos, el cinema no era más que un “espectáculo” halagador del gusto ínfimo de la muchedumbre, mientras que, para otros, su composición artística y estética se convertía en el elemento salvador del teatro. En terminología barojiana los “cinematófilos... esperan del cine algo como el Santo Advenimiento," mientras que los “cinematófobos... auguran que, a fuerza de películas, iremos al caos, al abismo, a la obscuridad de la noche cineriana".

La “cinefobia” se evidenciaba, por ejemplo, en Unamuno, cuando al prologar un libro de relatos aprovechaba para relacionar “cuento” y “cine” y mostrar el maléfico influjo de uno sobre otro: “tiemblo ante el advenimiento de la literatura cinematográfica”; por más que Don Miguel actuara como habitual “cinematófobo”, para lo cual no le faltaban razones, numerosos compañeros optaban por  mostrarse más optimistas y abiertos, más “cinematófilos” en definitiva, al margen de los intereses defendidos por cada uno, desde Jacinto Benavente a Carlos Arniches, primero, desde Rafael Alberti a Luis Cernuda más tarde, desde Adriano del Valle a Francisco Ayala posteriormente.

Muchos de estos escritores pusieron su ingenio al servicio del cine; más allá de las modalidades señaladas, unos y otros usaron su literatura como ejercicio para “contar” sus conocimientos, impresiones, sentimientos, acerca del cinematógrafo. El “cuento” como modalidad literaria encontró nuevos argumentos y renovadas temáticas en el cotidiano discurrir de la vida cinematográfica; así, aparecen cuentos... de cine, ...sobre cine, y… hasta... contra el cine. La pantalla se convirtió, pues, en símbolo de una nueva patria desde la que se vivía y se soñaba: el romanticismo de los falsos sentimientos, la fracasada imitación del glamour de las estrellas, la confusa identificación de lo real con lo ficticio, la película entendida o utilizada como arma de clase, etc., fueron algunos de los temas que el “cuento” acogió como variante literaria en el discurrir del siglo XX. Literatura y Cinematografía se dieron la mano, una vez más, ofreciendo aquélla el marco y el medio donde ésta se inscribía en sus múltiples variantes de una nueva vida social, artística y espectacular.

El punto de partida que marca nuestro “Érase una vez...” comenzaría con las primeras presencias cinematográficas en nuestra literatura de creación y más allá de la vía informativa y periodística; por el contrario, el “Colorín, colorado...” se situaría en una cronología aparentemente imprecisa donde el sonoro hace evidente su unánime triunfo social y la capacidad expresiva de su lenguaje y estética; por demás, los géneros clásicos alcanzaron su plenitud recreando, satisfactoriamente, imagen y sonido.

Los artículos de esta serie para Criticalia, están, intencionadamente, construidos “en anillo”, pues comienzan y terminan con sendos poemas que vienen a ser el “alfa” y la “omega” de nuestra selección: Manuel Machado y Rafael Porlán ofrecen dos propuestas radicalmente distintas que, más allá de la proximidad o separación en años, aportan dos visiones diferentes no tanto de concebir y entender el cine sino de utilizarlo divergentemente como recurso literario. El resto se conforma, antes en criterios funcionales basados en afinidades temáticas y estructurales, que en planteamientos estrictamente cronológicos.


Manuel Machado. “Vagamente”

1. “Caprichos”. Machado, Antonio y Manuel, “Obras completas”, Ed. Plenitud, 1947
2. “Cuentos de Cine”. Ed. Clan. págs. 25-26

El poema “Vagamente”, de Manuel Machado (1874-1947), es una de las pocas muestras modernistas que toman como referente ciertos elementos de la primitiva taxonomía cinematográfica y que convierte a nuestro poeta en un adelantado de los escritores “cinéfilos”. Elementos peculiares de su poemario (repetidos con posterioridad en su obra como en la de su hermano Antonio), “patio”, “fuente”, “talla”, “agua”, testigos de recuerdos sometidos ya al paso inexorable del tiempo, se combinan con la terminología fílmica; la utilización metafórica por la que la “memoria” se identifica con el “cinematógrafo” constituye una novedad argumental en el año 1905, usado como recurso en un estilo plenamente definido y que, poco después, se convertiría en un tópico manejado en todo tipo de textos. La inseguridad del recuerdo, apoyada en la flaca memoria, no encuentra mejor módulo comparativo que el local donde se han proyectado y visto tantas películas; el nítido recuerdo de cada una se hace tan imposible como querer distinguir lo vivido de lo soñado.

La terminología manejada por el autor le obliga a usar el sustantivo (“cinematógrafo”) en su plena composición rehuyendo sus apócopes “cinema” o “cine”, sin duda, con igual carga informativa, pero obviamente menos poéticos; por el contrario, “cintas”, término más popular que “películas” y aún más que “film”, carece de su complementario (“de películas”) ya que la contextualización le confiere significación precisa. El poema, que finaliza en “ritornello”, se convierte en testimonio primerizo donde factores sentimentales quedan explicados por nomenclatura cinematográfica.

Entre 1916 y 1918, Manuel Machado publicó una obra, esencialmente periodística, con comentarios de actualidad y crítica artístico/literaria; allí hizo la defensa entusiasta del cinematógrafo, en tanto elemento capaz de captar la vida y eternizar lo momentáneo como, al tiempo, espectáculo válido para reconstruir, con rigurosa minuciosidad, personajes, etapas históricas, míticas ciudades, etc.

Ilustración: Manuel Machado

Próximo capítulo: Cuentos de cine en papel: desde Azorín a Buñuel. Comentarios a variantes literarias. Darío, Pérez de Ayala, Blasco Ibáñez (II)