Enrique Colmena

Conocí a Antonio Colón a principios de los años ochenta, cuando yo empezaba en esto de la crítica de cine y él tocaba ya a retirada. Lo traté poco, pero en las escasas ocasiones en las que tuve ocasión de hablar con él, me impresionaron profundamente su bonhomía, su caballerosidad, su amabilidad con aquel pipiolo de poco más de veinte años que empezaba en un oficio que él ejercía, con humildad, con sabiduría, con elegancia, desde los años cincuenta. No tuve la suerte de tener mucho trato personal con Antonio, fallecido en Sevilla en esta canícula agosteña de 2014, pero sí supe de él con frecuencia a través de sus críticas en ABC, el periódico en el que, además de otras funciones, ejerció durante muchos años como crítico de cine.

Antonio fue siempre un crítico a la clásica manera: erudito, sobrio en la escritura, de enciclopédica memoria y exquisito gusto cinéfilo, leerle era uno de esos placeres que sólo los muy aficionados al cine somos capaces de disfrutar. No digo que fuera uno de mis maestros, porque como bien sabe el lector de CRITICALIA, los míos fueron Rafael Utrera, Paco Casado y Juan Fabián Delgado, en un mantra que nunca me cansaré de repetir: de ellos lo aprendí todo en cuestión de cine (y no sólo de cine). Pero ello no quita para que Antonio Colón fuera siempre una valiosa referencia a la hora de orientarme en el a menudo complejo proceso de decidir qué película elegir, qué director seguir, a qué nuevo movimiento fílmico estar atento.
Siempre me llamó la atención en las críticas de Antonio que, a pesar de ser de una generación bastante anterior a la mía (nos llevábamos casi cuarenta años), sin embargo era de una amplitud de miras poco frecuente en las personas de su edad; aún más teniendo en cuenta que durante la mayor parte de su vida profesional tuvo que ejercer bajo la férrea censura franquista, que no era precisamente proclive a las liberalidades que, a pesar de esas represiones, Antonio conseguía colar en sus textos. Seguramente no sería ajeno a ello su paso por la Institución Libre de Enseñanza, la entidad docente creada por Giner de los Ríos, y también su prolongada estancia en la Tánger de los años cuarenta a sesenta, donde tres culturas religiosas, la cristiana, la judía y la musulmana, convivían con una armonía que debería ser la regla, y no la excepción, en los territorios donde las tres religiones tienen adeptos. Pero Antonio era, en sus críticas, un autor de una notable liberalidad, quizá como hombre de mundo que era, como hombre que había conocido otras tierras, otras gentes, y conocía de la diversidad del género humano, de la dificultad de poner puertas al campo y de la inviabilidad de los dogmatismos, cualesquiera que estos sean.

Pertenezco a una generación que nació al cine de la mano del programa “Vida de Espectáculos”, en la antigua Radio Popular de Sevilla, con mis mentados maestros Casado, Delgado y Utrera, y cuya cinefilia se coció en decenas de películas vistas en el Cineclub Vida y en otros foros de cine y libertad que en los años setenta conjugaban el amor al Séptimo Arte con las ansias de democracia; pero en esa generación también influyeron poderosamente plumas como la de Antonio Colón en ABC de Sevilla. Con la muerte de Antonio, aunque hiciera ya décadas que no pudiéramos disfrutar de sus críticas, se va parte de nuestra vida, de nuestra juventud, cuando todo parecía posible.

Nuestro pésame para sus hijos, y en especial un abrazo para Carlos Colón, colega en estas lides no siempre agradables de analizar, evaluar, comentar, criticar las películas que otros hacen con tan diversos objetivos: muchos llenar de ceros sus cuentas corrientes, pero tantos otros indagar en la múltiple, compleja, excéntrica alma del ser humano.

Descanse en paz el crítico humanista, el hombre bueno, el amante de la libertad.