Enrique Colmena
El estreno de "Pasos de baile", flamante debú de John Malkovich en la dirección cinematográfica, nos recuerda que este cineasta novato, que no lo parece, tiene a sus espaldas una de las más interesantes carreras como actor de las últimas décadas.
Nacido John Gavin Malkovich en Christopher, Illinois, en 1953; su amistad desde joven con el más tarde también famoso Gary Sinise (inolvidable como el teniente mutilado de "Forrest Gump") lo encaminaría hacia el mundo del teatro. Sería con este actor y director teatral con el que crearía el Chicago's Steppenwolf Theatre, allá por 1976, para saltar a Broadway en 1983 con la obra de Sam Shepard "True West", que le valdría varios premios; los cazatalentos del cine le echaron el ojo y debuta de inmediato en la gran pantalla, al año siguiente, interpretando al huésped ciego de Sally Field en "En un lugar del corazón", de Robert Benton, entonces muy de moda tras su éxito en "Kramer contra Kramer"; su entrada en el cine no pudo ser más afortunada, al ser nominado al Oscar al Mejor Actor Secundario. Simultáneamente rodó para televisión (aunque en España se vio en cine) el clásico teatral de Arthur Miller "Muerte de un viajante", con Dustin Hoffman en el papel arquetípico de Willy Loman, bajo la dirección del alemán Volker Schlöndorff; tras algunos inéditos en España, en 1987 hace bajo las órdenes de Susan Seidelman "Fabricando al hombre perfecto", en el que interpreta a un científico misógino que encontrará sentido a su vida cuando construye un androide más humano que él mismo...
Ese mismo año rueda dos filmes más: la adaptación que Paul Newman dirige sobre la obra de Tennessee Williams "El zoo de cristal", con lo que Malkovich vuelve al universo amado del teatro, aunque sea en cine; y la versión de la novela de J.G. Ballard, "El imperio del sol", que Steven Spielberg rodara con Jonathan Bale. En 1988 interpreta uno de sus papeles fundamentales como actor, el vizconde de Valmont de "Las amistades peligrosas", la espléndida versión que Stephen Frears rodó, en su mejor trabajo para el cine, sobre la novela romántica de Choderlos de Laclos; en él, John componía el poderoso personaje de un aristócrata felón, un casanova integral, especialista en destrozar reputaciones y, sobre todo, corazones, que finalmente sería herido por ese mismo sentimiento, el amor, del que se mofó a modo durante tanto tiempo.
En 1990 hace otro de sus personajes más característicos, el occidental arrastrado por un mundo que no conoce en la desconcertante versión para el cine de "El cielo protector" que dirigiera Bernardo Bertolucci sobre texto de Paul Bowles. Tras algunos títulos sin mayor interés, colabora con Woody Allen, en un pequeño papel, en "Sombras y niebla", y hace, también en 1992, su segunda colaboración en el cine con su amigo de juventud Gary Sinese, que le dirige en otra versión cinematográfica de un clásico teatral, "De ratones y hombres", de John Steinbeck. Y es que el cine y el teatro, en Malkovich, están siempre íntimamente ligados, como se ve.
Un par de thrillers, en los que perfecciona sus personajes perversos, "Jennifer 8", de Bruce Robinson, y, sobre todo, el inolvidable psicópata asesino de presidentes de los Estados Unidos (como se entere Sadam Hussein, lo ficha...) que componía para "En la línea de fuego", de Wolfgang Petersen, en el que le daba la réplica nada menos que Clint Eastwood, lo conducen a una etapa "europea" en su carrera, en la que, a mediados de los noventa, rueda varios filmes en el Viejo Continente, desde "Más allá de las nubes", del dúo Antonioni-Wenders, a "El convento", para el portugués Manoel de Oliveira, y "El ogro", otra vez para Schlöndorff, en una especie de cuento cruel en el que el villano se convierte en hada madrina...
Amplía su abanico de personajes malvados para el cine con los de "Retrato de una dama", de Jane Campion, como hombre refinado pero canalla, y en "Con Air", de Sam West, para el que modela un malo absolutamente integral. En "Rounders", de John Dahl, sobre el universo del póquer, añade otro rol de malo memorable, ahora con acento ruso y maneras de mafioso eslavo. Ese mismo año de 1998, para no encasillarse, se viste de encajes, gorgueras y puñetas, además de ceñirse florete, para interpretar a Athos en "El hombre de la máscara de hierro", sobre la novela de Alejandro Dumas y con dirección de Randall Wallace.
En 1999 tiene la ocasión de engordar su ego hasta extremos insospechados al autointerpretarse en "Cómo ser John Malkovich", deliciosa comedia entre el disparate y la genialidad, "opera prima" del actor Spike Jonze, para después realizar papeles secundarios pero muy atractivos en "Juana de Arco", de Luc Besson, y en "La sombra del vampiro", en el que interpreta al mismísimo Friedrich Wilhelm Murnau, el director de "Nosferatu", rodaje que recrea el filme, con Willem Dafoe como el enigmático Max Schrenk que, según la leyenda, era casi más peligroso que el supuesto vampiro al que interpretaba...
Antes de que lo veamos próximamente en la nueva versión de "El juego de Ripley" de Patricia Highsmith que ha dirigido Liliana Cavan (habrá que echarse a temblar sobre lo que habrá hecho esta cineasta no precisamente sutil, tras la espléndida y tan personal adaptación que hiciera Wenders sobre el mismo texto, con el título "El amigo americano"), lo tenemos aquí y ahora en su debú como director, en este "Pasos de baile" que nos presenta, sobre todo, una historia de amor, de amor inconsumado, de amor imposible por muchas, tal vez demasiadas cosas: en primer término, por el amor a la propia esposa, aunque ésta sea más bien descerebrada, superficial, elemental, inane; en segundo, por la propia reacción de la amada, fanatizada por un hombre que parece un dios y no es sino, en feliz frase del personaje de Juan Diego Botto, "un tío gordo con chaqueta"; en última instancia, porque la complicidad de su enamorada con una de las organizaciones terroristas más odiosas de Hispanoamérica (y mira que las ha habido canallas) la aboca a toda una vida bajo siete candados.
Pero esa historia de amor, callada y sugestiva, sin consumar, está ambientada en otra, quizá más llamativa y que, de alguna forma, da cuerpo y continuidad a esta "opera prima" que no lo parece: el esfuerzo, tesonero y voluntarioso, de trabajo diario, que hará que un oficial de la policía peruana, inusualmente no corrupto en una parte del mundo que, lamentablemente, cría la corrupción administrativa como las paredes húmedas el liquen, consiga, finalmente, cazar al oscuro profesor de filosofía que un mal día pensó que la pobreza de su pueblo se arreglaba matando un puñado de esos mismos infelices muertos de hambres, y adornando esa execrable abyección con una retórica marxista tan antigua como obsoleta. Ese grupo que el mundo conoció como Sendero Luminoso se disolvió como un azucarillo cuando Abimael Guzmán (en la película, en vez de Presidente Gonzalo, que era como se hacía llamar el botarate, lo llaman Presidente Ezequiel, por aquello de la rima...) cayó preso y, al menos, esa peste no matará más.
El personaje de Javier Bardem es, en el filme, eje y centro, pero también el norte de la honestidad que, a buen seguro, es el único camino para que los países en vías de desarrollo salgan de su situación de secular postración. No será con iluminados como este abominable y abisal Abimael como resolverán sus problemas, sino con el esfuerzo diario, desde la honestidad y el rechazo a la corrupción que todo lo pudre.
Como honestidad, esfuerzo y, ¡ay!, talento, son las columnas sobre las que se asienta este filme sencillo, bien contado, sugestivo, que nos reconcilia con el cinematógrafo y nos trae a un realizador sincero, buen narrador y con las cosas muy claras. ¡Cuantos de sus colegas más veteranos desearían que pudiera decirse lo mismo de ellos...!