Enrique Colmena

Ayer 30 de Agosto moría en Beverly Hills Glenn Ford, uno de los últimos grandes de Hollywood. De la generación de intérpretes que hizo el mejor cine del mundo en los años cuarenta y cincuenta, la Edad de Oro del cine, apenas quedan tres o cuatro personas: el gran Kirk Douglas, por supuesto; como no, “ojos-azules” Paul Newman; entre las féminas, la única grande que queda es Elizabeth Taylor. Pero, como todos ellos, también el flemático y oscuro Ford hace años que murió, artísticamente hablando, y ahora lo que se produce es su muerte física.
Ford nació, curiosamente, en Canadá, en Québec, en 1916; tenía, por tanto, noventa años cumplidos. Se inició en el cine bastante joven (al menos entonces…), a las veintiún años, en “Night in Manhattan”, y su mirada y su forma de estar en pantalla pronto le hicieron un hueco entre los protagonistas. En 1946, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, interpreta el papel por el que ya ha pasado a la Historia del Cine, el Johnny Farrell de “Gilda”, de Charles Vidor, que supondría también la cumbre de la carrera de su “partenaire”, Rita Hayworth. Aquel joven airado de turbio pasado y antigua oscura relación con la mujer de su jefe fue un icono de su época, sólo superado por el erotismo sublimado que desprendía la gran Rita en escenas inolvidables: el amago de “strip-tease”, la sonora bofetada… o, sencillamente, cualquier plano en el que apareciera la bella, nunca tan seductora como entonces.
Con ese espaldarazo, el joven Glenn continúa una carrera que tuvo bastantes títulos de interés. Hizo entonces filmes como “El hombre de Colorado”, su primer western, género que frecuentaría y en el que conseguiría obras excelentes, como “Cimarrón”, de Anthony Mann, o “El tren de las 3,10”, de Delmer Daves. A finales de los años cuarenta repetiría con Hayworth en la interpretación y Vidor en la dirección, como en “Gilda”, en “Los amores de Carmen”, sin duda muy inferior. Aún coincidirá otra vez con Rita en “La dama de Trinidad”, pero también sin revalidar aquel irrepetible éxito.
El cine negro también fue un género en el que se prodigó, al que su aspecto taciturno confería un plus de intensidad. El gran Joseph H. Lewis, hoy un olvidado de lujo, le tuvo en su espléndido “Relato criminal”, y el no menos grande Fritz Lang le regaló dos personajes inolvidables en los años cincuenta en “Los sobornados” y “Deseos humanos”, ambas obras maestras. A mediados de esa década Ford prueba nuevos registros: hace entonces un drama de lucha generacional con “Semilla de maldad”, de Richard Brooks, donde le daba la réplica un jovencísimo Sidney Portier; en otra línea interpretativa totalmente distinta, hizo comedia exótica en “La casa de té de la Luna de Agosto”, con un Marlon Brando achinado para la ocasión. En los años sesenta continuó con ese cierto eclecticismo, bordando su papel de hampón metido a hada de Cenicienta en la última gran película de Frank Capra, “Un gánster para un milagro”; en esos años rueda en dos ocasiones para el gran Vincente Minnelli, en registros diametralmente opuestos, el drama intento en “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, y la comedia en clave suavemente romántica de “El noviazgo del padre de Eddie”.
Pero los buenos tiempos de Glenn Ford empezaban a tocar a su fin. En 1966 rueda bajo las órdenes de René Clement una ambiciosa producción europea, “¿Arde París?”, ya en un papel secundario, y a principios de los setenta un ya sexagenario Ford se rinde a la televisión y protagoniza “Sam Cade”, una serie sobre un sherif actual, que vela por la ley en una población curiosamente llamada Madrid, sin nada que ver, aparte del nombre, con la capital de España. Volvería al cine después, pero sólo un título destaca de su filmografía posterior, “La batalla de Midway”, y no precisamente por su calidad, sino por la aparatosidad belicista de este filme de Jack Smight, cuajado de estrellas pero vacío de sentido cinematográfico.
Tras este título, la estrella de Ford languidece: su último papel de relieve es el padre adoptivo del Hombre de Acero en “Superman. El film”, la primera versión de la pentalogía del superhombre de Krypton, que dirigió en 1978 Richard Donner. Tras este canto del cisne, un anciano Glenn todavía rodará varios filmes más, de decreciente interés, a años luz de los títulos que le dieron fama y prestigio. En 1991 rueda su última película, que no se llegó a estrenar siquiera en España.
Glenn Ford fue un actor de recursos limitados, muy lejos de lo que hoy se conoce y reconoce como un gran actor: no era versátil, no era capaz de hacer papeles muy diversos, sino que, generalmente, hacía personajes positivos, a veces con un oscuro pasado, pero siempre con un poso de honradez que le redimía. Su mirada era brillante, y hablaba por él. Supo ser fiero sin por ello ser violento, y su porte de hombre sin ambigüedades sin duda le sirvió, en los tiempos machos en los que hizo su carrera, para mantenerse en la cresta de la ola durante un cuarto de siglo largo. Trabajó para una pléyade de grandes directores; repásese algunos de los citados en párrafos anteriores: Lewis, Lang, Brooks, Anthony Mann, Capra, Minnelli.. e incluso algunos que no hemos mencionado, como Blake Edwards. Fue un grande de la época clásica de Hollywood, obviamente no a la altura de un monstruo de la interpretación como Marlon Brando. Pero sus películas perdurarán mientras exista un soporte, cualquiera que éste sea, que permita verlas, una y otra vez…