El lector de Criticalia ya tiene conocimiento por nuestros artículos anteriores del volumen “Viento de cine”, subtitulado “El cine en la poesía española de expresión castellana (1900-1999)”, del escritor José María Conget, así como de la entrevista con el mismo. El autor, a quien denominamos “seleccionador nacional de los poetas del cinematógrafo”, dedicó el volumen a su hija Rebeca, la niña que escuchó el silbido del “viento de cine” cuando, acompañada de su padre, veía una “película de miedo”.
Este “viento de cine” era motivo singular en el poema último del volumen “La mesa italiana”, de Víctor Jiménez, quien, tras invocar por dos veces al amigo interesado por la identidad de los personajes, le respondía: “Pregúntale al viento”. Y, por nuestra parte, preguntábamos al autor: “¿a qué viento?, ¿a ese viento que, a ocho mil kilómetros, desdibuja la figura de Mabel, la caballista? ¿Al que se le ve sin sentirle?”. Entonces, ese viento, es “viento de cine”, como en el poema “Far West” lo describió Pedro Salinas, el poeta de la generación del 27.
Antecedentes históricos del poemario cinematográfico de Pacheco
La “selección” (término que Conget prefiere a “antología”) de poesías en “Viento de cine”, está estructurada según orden cronológico de las mismas, de manera que los primeros textos y autores pertenecen al primer año del siglo XX, 1900, cuando el cine aún no había salido de la barraca de feria y a duras penas se defendía como fenómeno social por sólo atender a sus valores de entretenimiento y diversión. Los textos de Martínez Sierra / María de la O Lejárraga, Luis Ram de Viu y Manuel Machado fueron pioneros en el arte de describir poéticamente el impacto de las imágenes en movimiento sobre tan ingenuos espectadores, el clima lúdico de las sesiones, la original comparación entre memoria y cinematógrafo.
En efecto, el poema del sevillano Manuel, titulado “Vagamente”, es una excepcional muestra de la poesía modernista por manejar recursos de la primitiva taxonomía fílmica: la utilización metafórica de la memoria, identificada con el cinematógrafo, constituye una novedad argumental que, posteriormente, se convertiría en tópico. La inseguridad del recuerdo, sin apoyo en la flaca memoria, no encuentra mejor módulo comparativo que el local donde se han proyectado y visto tantas películas; el nítido recuerdo de cada una se hace tan imposible como querer distinguir lo vivido de lo soñado. El poema se convierte en testimonio pionero donde lo sentimental queda explicado por lo cinematográfico.
A partir de aquí, encontraremos los intentos ultraístas de Guillermo de Torre y Juan Larrea, cuyos poemas pretenden sugerir los movimientos de la cámara y los efectos de montaje mediante el manejo de la grafía y la distribución de la escritura en el papel. La generación del 27 fue formada en el “visualismo” y, por ello, enjuició el cine desde nuevas perspectivas bien distintas a las de su predecesora del 98. Para los escritores de aquella etapa, el cinema fue un arte de síntesis capaz de producir con la imagen una belleza nueva; del mismo modo, fue considerado arte de masas, liberalizador de costumbres y adecuado para los nuevos protagonistas sociales. Los poemas dedicados al cine por Cernuda, Guillén, Salinas, Porlán, Méndez (Concha), Conde (Carmen), Diego, y un larguísimo etcétera, se unirían al excepcional poemario de Alberti “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”, inspirado en los grandes cómicos del cine americano; este conjunto se convierte en canon de la “poesía cinematográfica” donde confluyen los actores, Chaplin, Keaton, Laurel y Hardy, Luisa Fazenda, Harold Lloyd, etc., con el propio autor, acompañado de su amiga la pintora Maruja Mallo (El lector interesado puede encontrar mayor información sobre estos apartados en nuestro volumen “Poética cinematográfica de Rafael Alberti”).
Con tan brillante ejemplo, las generaciones posteriores no pararán ya de seguir incluyendo el cine en sus poemas; la antología de Conget permite saber, obviamente, qué autores así se expresaron como los años en que lo hicieron, además de conocer las diferentes modalidades estilísticas del escritor y las temáticas de su obra. Garbo y Charlot, los grandes retratados de siempre, lo son ahora por Carlos Edmundo de Ory, al tiempo que Gabriel Celaya llama a la Bertini “monstruo adorable” y Pablo García Baena describe una sesión del “palacio del cinematógrafo” mientras espera sentado en la “fila 13.Butaca 3”. Cuerpo y voz de Marilyn son poéticamente dibujados por Rafael Guillén, a quien el otro Guillén, don Jorge, dedica a la actriz, junto a su tumba (“libre, por fin, a solas”), un responso laico que acaba con el consabido “requiescat in pace”; luego, en versos diferentes, sentenciará que “nuestra película no es de Hollywood”.
De los “novísimos” a la “poesía de la experiencia”
Cientos de ejemplos no serían suficientes: “El cine de los sábados”, de Martínez Sarrión; “¿Yvonne de Carlo?”, de Vázquez Montalbán; “En la muerte de Josef Von Sternberg”, de José María Álvarez; “Farewell”, de Pere Gimferrer; “Marilyn Monroe's negative”, de Leopoldo María Panero; “Mi banda sonora”, de Ángel Petisme; “Muerta”, de Luis Alberto de Cuenca; “Giuseppe Pelosi ante la tumba de Pasolini”, de Jesús Fernández Palacios; “Pasolini”, de Francisco Bejarano; “Rafael Alberti y el cine de una noche de verano”, de Aquilino Duque; “Sesión de noche”, de Fernando Ortiz; etc., etc.
Y otros ejemplos de contemporáneos reúnen a Luis Alberto de Villena (“Películas de romanos”), Abelardo Linares (“Flash-back. Cinematógrafo de la memoria”), Justo Navarro (“Plano de fumadores”), José Daniel Serrallé (“Otra noche americana”), José M. Benítez Ariza (“Domingo Cine”), Manuel Lombardo Duro (“Ordet”), Felipe Benítez Reyes (“Royal Cinema”), Jenaro Talens (“El testamento de Drácula”), Luis García Montero (“Miércoles, día del espectador”), José J. Cabanillas (“Matiné. Sesión infantil”), Luis Izquierdo (“Sesión continua”), Juan Bonilla (“Betty Blue cierra los ojos”), Juan Lamillar (“Séptimo cielo”), Andrés Newman (“Sheik of Araby”), etc., etc. Las firmas de mujer podrían estar representadas por Ana María Moix (“Monty no ha muerto”), Aurora Luque (“Problemas de doblaje”), Inmaculada Mengíbar (“Una película”), Ángeles Mora (“Casablanca”), Ana María Navales (“Ava Gardner en Marylebone”), Carmen Pallarés (“Cinecittà”), Lucía Sánchez Saornil (seudónimo: Luciano de San Saor. “Cines”), María Sanz (“Te recuerdo, Humphrey”), Ángela Vallvey (“El juez de la horca”), entre otras.
Manuel Pacheco: El cine y otros poemas
“El cine y otros poemas” es el citado libro de Manuel Pacheco donde se recoge una parte de los muchos textos que dedicó al “séptimo arte”; algunos de ellos tuvimos oportunidad de oírlos recitar al autor, antes o después de la sesión de cineclub, dedicados a las películas de Bergman, de Buñuel, de Resnais, de Kubrick, de McLaren, de Saura, poemas que, según el autor, “estaban inspirados en la vida del cine y en el cine de la vida”. En efecto, las generaciones de postguerra sometieron a múltiples tensiones a un cine que formó parte de su vida por cuanto modeló su educación y conmocionó sus sentimientos; es el caso de los poetas conocidos como “los novísimos” o los denominados “de la experiencia”.
Al libro de Manuel Pacheco “El cine y otros poemas”, podríamos unir los de Javier Benítez, “Día del espectador”; Manolo Marinero, “Poemas al cine”; Juan-Bautista Bertrán, “Motivos cinematográficos”; Claudio Rodríguez Fer, “Cinepoemas”; Víctor Jiménez, “La mesa italiana”; Juan Antonio Bermúdez, “Sesión continua en el salón indien”, entre otros.
Pacheco en la selección de Conget
Conget ha seleccionado para su antología cinco poemas de Manuel Pacheco: “El rostro”, de Bergman (“Sobre un cuervo ha escupido su gargajo/ una vieja metida en unas gafas”), “Nosferatu”, de Murnau (“Con orejas de membrana de murciélago,/ con dientes de trompa de mosquito, con nariz de pico de cigüeña…”), “Los olvidados”, de Buñuel (“La sociedad olvida los suburbios/ como si fueran trapos empapados/ en vómitos y orines de borrachos”), “Poema para hablar de Marienbad”, de Resnais (“La mujer está presa en la jaula dorada/ y un embrujo de espejos infinitos aprisionan su cuerpo…/”) y “Poema para mirar “El resplandor”, de Kubrick (“Se mueren los objetos sin la presencia humana/ y el Palacio de Lujo se convierte en Silencio”).
Como puede verse, el título del poema suele ser el mismo de la película, aunque con sus variantes correspondientes en muchas ocasiones: “para hablar con…”, “para mirar el…”; habitualmente, el autor suele dedicárselo al director/autor del film; en ocasiones, justifica tal dedicatoria por los elementos artísticos o por alguna circunstancia de feliz recuerdo; en el caso de Kubrick, “por el terror metafísico de su película”; en el caso de la película El club de los poetas muertos, el poema está dedicado “a los muchachos y muchachas que estuvieron en la lectura de poemas de Rosa María Lencero y Manuel Pacheco en “El Club de los poetas vivos”.
Conget, en el prólogo de su volumen, explica que los poemas se le ofrecen al lector en orden cronológico, de manera que “la perspectiva diacrónica permite una visión más coherente de cómo la poesía se ha hecho eco del cine a lo largo de los años”. Las vanguardias fueron generosas para hacer poesía de contenidos cinematográficos, mientras que la etapa que va “desde la Guerra Civil hasta 1960” se aproxima a “la escasez, lindando con la miseria”. Y, todavía, el antólogo asevera que desde “Nueve novísimos”, de Castellet, publicado por el principal editor del grupo poético de los 50, Carlos Barral, se renueva una sensibilidad poética que “en el cine volvía a encontrar un manantial inagotable de estímulos culturales y sentimentales”. El autor lamenta que poetas importantes no se hayan acercado al cine por esta vía literaria; por el contrario, otros, han dedicado libros enteros al arte de la pantalla; los ejemplos que elige, están encabezados por Manuel Pacheco, al que siguen Luis Izquierdo, Javier Benítez o Sánchez Chamorro, para terminar con una interrogación retórica cuando se pregunta si sería posible la obra de José María Álvarez sin su “amour fou” por el cine.
Notas cinematográficas a autores y poemas
La “selección” de José María Conget va acompañada de un bloque de “Notas” donde el escritor, empedernido cinéfilo, da rienda suelta a minuciosas y precisas informaciones cinematográficas que enriquecen y aclaran múltiples elementos de cada poema. En el caso de los textos de Pacheco, Conget dedica abundante espacio para aclarar, precisar, explicar cuestiones relativas a la película, al director, al contexto histórico-social, a la filmografía de autores o intérpretes, etc., etc., tal como hace con el resto de los poemas o de sus poetas. La opinión del autor siempre queda clara al respecto por lo que no se trata de ofrecer datos cronológicos o biografías noveladas sino rigurosos conceptos que aclararán y precisarán el “dictum” y el “modus” empleado por el poeta, sin otras intenciones que poner marco, estrictamente cinematográfico, a un poema concebido desde la visión ofrecida en la pantalla.
En el caso de “El rostro”, Conget explica la esencia de la filmografía bergmaniana y el carácter y personalidad del artista, pero se niega a admitir que sus primeras películas sean borradores de lo que hizo después. La comparación con Unamuno se hace evidente, pero el sueco le gana la partida a Don Miguel, entre otras muchas cosas, por menos egocéntrica. Respecto al film, explica que está inspirado en Chesterton y su amplia temática afecta al milagro y a la fe, a la profesión teatral y al rostro humano como máscara de nuestra intimidad.
Por su parte, en “Nosferatu”, el antólogo explica la maestría de Murnau constatable en tres o cuatro ejemplos de su pertinente filmografía y su continua aspiración a contar con imágenes, sólo con imágenes, cada uno de sus títulos. La película del poema reflejó, como ninguna otra posterior, “más tétricamente la atmósfera gótica de amor y muerte de la novela” de Stoker. Mientras que en “Los olvidados”, el autor de estas notas destaca no sólo el abandono de los muchachos mexicanos sino las atrocidades que Buñuel filmó en Las Hurdes en adecuada combinación con los elementos obsesivos del director, desde las imágenes oníricas al erotismo soterrado.
Sobre “Poema para hablar de Marienbad”, Conget expone la personalidad de Resnais en relación a su filmografía, pero destaca en ésta otros temas que, más allá de la memoria, se hacen también evidentes, como la política, la ciencia, o, incluso, los cómics. Y, en relación al co-guionista de la película, Alain Robbe-Grillet, queda doblemente tildado de “insufrible” no sólo como novelista sino como cineasta.
En “Poema para mirar El resplandor”, nuestro seleccionador enfatiza la obsesión de Kubrick por “el afán de obtener siempre lo mejor de sus herramientas de trabajo” y al tiempo hacer ver “su visión pesimista de la sociedad humana”; cada título suyo era un desafío tecnológico, moral, político, además de una exploración de los recursos del cine. La película se basaba en “una mediocre novela de Stephen King… con una historia más bien tópica de casa maléfica y asesino enloquecido”. Pero la fría mirada del director hizo posible que los tópicos dejaran de serlo.
Los estudiosos de este tema tienen en la “selección” vía libre para, desde postulados histórico/cinematográficos o estrictamente filológicos, adentrarse en el carácter, la composición, el estilo, etc., de poemas y autores.
Ilustración: Manuel Pacheco
Próximo capítulo: Manuel Pacheco. “El cine y otros poemas”: comentario seguido de entrevista (III)