Rafael Utrera Macías

Introducción


El contraste entre las posiciones intelectuales de las denominadas generaciones literarias del 98 y del 27 evidencia el distinto entendimiento que sus miembros, hombres y mujeres, hicieron del Cinematógrafo. La capacidad perceptiva de los segundos frente a la menos desarrollada de los primeros convirtió a éstos en espectadores avezados, en entusiastas cantores de la joven técnica, en poetas y ensayistas de la nueva forma expresiva. Este sentimiento de admiración que la juventud mostraba hacia el cine se materializó en numerosas composiciones literarias y quedó simbolizado en el monográfico que le dedicó La Gaceta Literaria (nº 43, 1928), dirigida por Ernesto Giménez Caballero.


Resulta sintomático comprobar cómo una expresividad de claros tintes vanguardistas se hacía evidente en numerosos escritores y escritoras que convirtieron su trabajo en un tipo de literatura preñado de referentes cinematográficos y en un modelo literario de novedosos componentes; ellos y ellas eligieron el cinema como rasgo distintivo de la modernidad y tomaron las figuras y hechos de la pantalla como recurso idóneo para contribuir a la mejor plasmación de su pensamiento; los factores esenciales del lenguaje fílmico, las posibilidades espacio-temporales creadas por el montaje, el contraste entre ficción y realidad, la película fascinante y su fantástico protagonista, la eximia actriz de turbadora belleza, el personaje audaz, elegante, sensible, cómico, son algunos de los elementos fecundantes del ensayo, del poema, de la prosa, que vieron la luz en publicaciones periódicas, “Revista de Occidente” “Papel de Aleluyas”, “Hélix”, “Carmen”, “Lola”, para editarse, posteriormente, como libros firmados, entre otros, por Francisco Ayala, “El escritor y el cine”, Rafael Alberti, “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”, César M. Arconada, “Vida de Greta Garbo”.


La literatura de uno u otro género, se llenó de terminología fílmica, de nombres propios del "séptimo arte", de modos narrativos sucedáneos de la expresión plástico/cinematográfica; escritores como Ramón Gómez de la  Serna en “Cinelandia” (1923), Francisco Ayala en “Polar Estrella” (1928), Federico García Lorca en “Muerte de la madre de Charlot” (1928), José Díaz Fernández en “La venus mecánica” (1929), Rafael Porlán Merlo en “Primera y Segunda parte de Olive Borden” (1930), Andrés Carranque de Ríos en “Cinematógrafo” (1936), etc., utilizaron el entrecruzamiento de figuras literarias con cinematográficas conformando un trenzado de posibilidades que, hasta entonces, la Literatura española no había ofrecido de modo tan intenso. 


Al tiempo, una nueva mujer, bien distinta a la tradicional y conservadora, hizo acto de presencia en la sociedad y, de inmediato, contribuyó con su conocimiento intelectual o con sus capacidades artísticas a ofrecer ejemplo: acaso precedidas por María Lejárraga y Carmen Baroja, podríamos citar a María Zambrano, Rosa Chacel, Concha Méndez Cuesta, María Teresa León, Ernestina de Champourcin, Maruja Mallo, Josefina de la Torre, etc., etc., quienes, entre otras, se incorporaron a la denominada “generación del cine y los deportes”. Ellas pertenecían a un grupo que marcó las primeras décadas del siglo y a quienes la República otorgó parte de sus exigencias sociales y políticas (igualdad con el hombre, posibilidad de ser elegidas diputadas, etc.). En virtud de su distanciamiento hacía el rancio conservadurismo exigido a la mujer, apelaron, frente a la costumbre de llevar la cabeza velada o tocada, a liberarse del sombrero por lo que, afectivamente, se las ha venido a denominar “las sinsombrero”.


Teniendo en cuenta sus relaciones con el cinema, vamos a destacar las actividades llevadas cabo por tres de estas mujeres: Concha Méndez Cuesta (Madrid, 1898 - México d.f., 1986), Mª Teresa León (Logroño, 1903 - Madrid, 1988), y Josefina de la Torre Millares (Las Palmas de Gran Canaria, 1907- Madrid, 2002). Las referencias biográficas y creativas que señalaremos de cada una de ellas, se inscriben, respectivamente, en la etapa pre-republicana y en la de post-guerra, en unos casos en el exilio, argentino o mexicano, y, en otro, en la mismísima autarquía del gobierno franquista.


Concha Méndez Cuesta

Concha Méndez Cuesta (Madrid, 1898 - México D.F, 1986) es la primera de once hermanos nacidos del matrimonio formado por un rico maestro de obras y una aristocrática hija del director de la casa de la Moneda. Desde su nacimiento, dispuso de cuantos caprichos exigía una casa de acaudalado patrimonio con excepción de libertad de lecturas e impedimento de estudios universitarios. El conservadurismo de sus antecesores no permitía una educación diferente a frecuentar salones de té, tocar discretamente el piano y veranear en San Sebastián. 

Si seguimos el libro de su nieta, Paloma Ulacia, Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas, fruto de los recuerdos contados a su descendiente, el tipo de mujer que resultó fue bien distinto del esperado; su arrolladora personalidad y variadas inquietudes (campeona de natación, deportista consumada, conductora de automóviles, etc.), su toma de conciencia femenina (emancipación de la casa paterna, fundadora de asociaciones como el Lyceum Club Femenino), conformaron todo un ejemplo de “mujer nueva” (María Zambrano, Rosa Chacel, María Teresa León, Maruja Mallo, entre otras), incorporadas a la luego denominada “generación del cine y los deportes”. 

Concha pertenecía de pleno derecho a un grupo que marcó las primeras décadas del siglo y a quien la República otorgó parte de sus exigencias sociales y políticas (igualdad con el hombre, posibilidad de ser elegidas diputadas, etc.). Como dice su nieta Paloma Ulacia: “Sus desplantes de rebeldía no fueron gestos exhibicionistas para escandalizar a la sociedad; al contrario: correspondieron a un verdadero esfuerzo para transgredir, desde su interior, todos los valores sociales y morales con los que le tocó nacer” (o.c. 19). 

Su admiración por el cinematógrafo es rasgo caracterizador de la generación a la que perteneció: “he visto nacer todos los inventos del siglo, nací en medio de la modernidad” (o.c. 29); la incidencia en su obra, la escritura de argumentos para la pantalla, el interés por la dirección, los artículos de tema fílmico, la convierten en apasionada de un espectáculo que bajo sus diversas formas artísticas impregna la literatura del momento.

Sus primeros recuerdos cinematográficos se sitúan en el Retiro madrileño donde la pantalla al aire libre, los asientos en largos bancos, la música ambiental y el “explicador” con su puntero, permiten rememorar películas primitivas tan cargadas de ingenuidad como de falso dramatismo.


Luis Buñuel, novio de Concha. Juan Ramón Jiménez, admirador de “la sirenita”

Su adolescencia y juventud están ligadas a los veraneos en la Concha de San Sebastián; allí conoció a un aragonés que pronto sería su novio; se llamaba Luis Buñuel. La relación se mantuvo durante siete años, ateniéndose a los cánones establecidos por la sociedad de la época, es decir, con acompañamiento habitual de “carabina” y escasa relación con los compañeros del novio; el carácter del pretendiente contribuyó a ello, lo que no impediría a Concha, poco después, de disfrutar con la personalísima amistad de García Lorca y Rafael Alberti, entre otros. 

Según su propio testimonio, Luis intentó hablar con su padre y casarse para vivir en París. El resultado fue bien distinto, porque la propia novia tenía ya planteamientos diferentes: “No volvió, pero yo tampoco volví: no volví, aunque todavía no me había ido” (o.c. 42). 

Las cartas de Concha a García Lorca, escritas desde San Sebastián en el verano de 1925, dedican párrafos al aragonés de Calanda; en la primera se dice: “Luis Buñuel ha vuelto a San Sebastián a verme. Pasó dos días conmigo (amigos, naturalmente). Fueron dos días de emoción. ¡Ahora es cuando empieza a comprender el mal que hizo, ahora que ya es tarde...! Después marchó a París, donde le esperaba Vicens. Parece que se iba impresionado, preocupado”. Y en la segunda, sentencia: “De Buñuel es preferible no hablar”.

La llamativa personalidad de Concha Méndez impresionaba a los hombres de su época. Juan Ramón Jiménez, en “Españoles de tres mundos” (cap. 58), le dedica todo un retrato con semejantes rasgos: “Concha Méndez era la niña desarrollada que veíamos, adolescentes, con malla blanca, equilibrista del alambre en el casino de verano (…); la sirenita del mar que sonreía secreta a los mocitos en su nicho de cristal en acuario esmeraldino, entre algas, corales y otras conchas; la campeona de natación, de jiujitsu, de patín, de jimnasia (sic) sueca. La hemos encontrado en el Polo, el Ecuador, el cráter del Momotombo, la mina de Tarsis”. 

Ilustración: Concha Méndez.

Próximo capítulo: Mujeres “cineastas” de la generación del 27. Concha Méndez Cuesta. El cine: una cuestión palpitante (II)