Gonzalo García Pelayo es, seguramente, un caso único en el cine, no ya español, sino incluso mundial, por la multiplicidad de sus oficios o profesiones, no necesariamente vinculados al cine y, en algunos casos, totalmente alejados de él. Productor musical en sus inicios, también se desempeñó como locutor de radio especializado en músicas; a mediados de los años setenta dirige la que se considera la película iniciática del cine andaluz, Manuela, sobre la novela de Manuel Halcón; a ésta seguirán varias, alguna de corte declaradamente comercial, como Rocío y José, pero también otras de franca ruptura con convencionalismos temáticos y estéticos: Vivir en Sevilla, Frente al mar (también conocida como Intercambio de parejas frente al mar) y Corridas de alegría. Tras esta última, datada en 1983, el silencio más absoluto en cuanto a cine.
A partir de entonces, García Pelayo se dedicó, entre otras, a una actividad ciertamente peculiar: desvalijar (legalmente) casinos, mediante un estudiado procedimiento estadístico sobre las probabilidades en los juegos de azar. Este oficio, por llamarlo de alguna manera, en el que ha estado acompañado de su familia, le valió ser vetado en buena parte de los casinos del mundo, para evitar las sustanciosas ganancias que el clan conseguía. Esta curiosísima peripecia vital tendría incluso su película, The Pelayos, sin embargo no dirigida por Gonzalo ni tampoco interpretada por sus reales protagonistas, sino que fue rodada a las órdenes de Eduard Cortés y con Lluís Homar como el paterfamilias del clan.
Ahora, treinta años después de rodar su última película para el cine (en televisión ha hecho algunas cosas, pero mejor no recordarlas…), Gonzalo García Pelayo vuelve con Alegrías de Cádiz, una cinta que parecería entroncar con su cine último, sobre todo con Vivir en Sevilla. Estamos entonces de nuevo ante un cine que busca el rupturismo formal: la endeble historia romántica que se nos cuenta está trufada de elementos de metalenguaje cinematográfico: la película habla sobre la película; vemos momentos del casting y del rodaje, con claquetas incluidas; el propio Gonzalo, que narra la feble historia central, anticipa cosas que van a suceder a continuación… Incluso la propia y leve trama romántica remite, con su intercambio de parejas (una detrás de otra, no simultáneamente: en eso García Pelayo se ha vuelto más tradicional), a aquella Frente al mar que le hizo ser un adelantado a su tiempo: iban al cine a ver su película los rijosos salidos que gustaban del cine S (softcore, blandiporno), y los sesudos, exquisitos cinéfilos de las nuevas vanguardias: eso es un crisol cultural, y lo demás son cuentos…
Pero hay demasiada chirigota, demasiado coro y comparsa, demasiado flamenco. No sé si por miedo al vacío, o porque la endeblez y cortedad de la historia romántica que se nos cuenta no daría para un largometraje, GGP opta por rellenar con estas músicas que, en su justa medida, habrían sido un contrapunto adecuado a esta película que, ciertamente, no hay que tomarse demasiado en serio, como tampoco él, ni su equipo, lo han hecho: es un regreso, una vuelta tras tantos años, como una celebración y (me temo) despedida a un tiempo. Ojalá me equivoque y Gonzalo pueda hacer más cine, con más medios y, quizá, con más intención, algo que no sea sólo hablar de sí y de la película misma: el metalenguaje no tiene mucho recorrido, pronto se convierte en lo más parecido a una masturbación.
Porque, además, el problema de Alegrías de Cádiz es que, a pesar de todo su afán rupturista, su metalenguaje, sus letreros (en horrible color amarillo, por cierto) insertados en el propio plano, para remachar, o subrayar, lo que estamos viendo, de sus diálogos y situaciones desprejuiciadas, es que parece una película antigua, con un look que remite (me temo que sin pretenderlo) a aquellas cintas de los años ochenta del propio GGP; hablan en algún momento de “el tiempo adormecido”: quizá ése sea el problema de la película, que el tiempo se ha adormecido y sus fautores no se han dado cuenta…
Entre los intérpretes me quedo con Jeri Iglesias, hijo de Miguel Ángel Iglesias (alma mater, junto a GGP, de Corridas de alegría y Frente al mar), que resulta ser un tipo con una gracia natural innegable, con más cara que espalda y con menos vergüenza que Bárcenas, un tío que puede dar mucho juego en cine, con una inusual capacidad para decir chorradas graciosas por minuto. Eso sí, cuando se pone en plan lírico, sus paridas parecen una mezcla de las greguerías de Ramón (Gómez de la Serna, lógicamente) y de los chistes malos de Chiquito (de la Calzada, claro estarrrrr…).
Alegrías de Cádiz -
by Enrique Colmena,
May 29, 2014
2 /
5 stars
El tiempo adormecido
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