Amélie

Jean-Pierre Jeunet se hizo un nombre (y un hombre, cinematográficamente hablando) junto a Marc Caro (por cierto, nunca más se supo de él) en Delicatessen, una curiosa incursión en el terreno del canibalismo de diseño, y más tarde con otra película en la que también el estilismo era fundamental, La isla de los niños perdidos.

Se embarcó después en una aventura americana, Alien Resurrección, la cuarta parte de la saga de la teniente Ripley y el bicho más repugnante y multiforme del cine (con permiso de Torrente...), y ahora vuelve a su tierra con esta Amélie, que más de un crítico ha considerado como una obra maestra, y a Jeunet como si fuera la reencarnación de Frank Capra, como si fuera un Capra que tirara al monte, al monte del diseño vacío.

Pero la distancia entre este cineasta superficial y anecdótico y el magistral autor de una las cinematografías de comedia más espléndidas de la Historia del Cine es abismal, y nada de lo que nos cuenta en esta redundante nadería nos interesa: una chica poco espabilada llega a la conclusión de que va a dedicar su vida a ayudar a los demás, y en esa particular vocación de ONG compuesta por una sola persona se encuentra, como por casualidad, con otro zumbado que está obsesionado por encontrar a quien se fotografía, una vez tras otra, en los fotomatones de la ciudad, un rostro hierático que parece fuera la misma Muerte, cuando no es sino..., vale, no destriparemos la supuesta sorpresa, seremos buenos...

Este cóctel de chorradas que se hubiera resuelto con setenta u ochenta minutos, como mucho, se alarga hasta la extenuación a dos horas que no se acaban nunca. Los actores son como personajes de dibujos animados (ésa era ya una tónica de sus dos películas francesas anteriores), así que no se puede hablar de una interpretación en sentido estricto. El cóctel de ideas desmañadas no terminan de conformar propiamente lo que se conoce como guión, y el resultado es un lamentable naufragio. Y pensar que hay quien le ha dado cinco estrellas a esta memez...