Parece que la crítica nacional e internacional, que generalmente ha tratado muy bien a Atom Egoyan, ha convenido unánimemente que con esta Ararat el canadiense-egipcio-armenio ha perdido los libros. Se ha dicho que describir el holocausto armenio de 1915 a manos de los turcos le viene grande al sutil autor de Exótica. Es cierto que la dirección de las escenas de masas son para Egoyan como para mí la física cuántica, inextricable, pero eso no quita para que el filme, en su conjunto, tenga más que sobrado interés.
Es cierto también que la imbricación entre la denuncia de aquel abominable genocidio y la historia del joven canadiense de origen armenio (seguramente un "alter ego" del propio director), con la larguísima indagación a la que le somete un policía de aduanas, no termina de casar muy bien, como si el tono algo altisonante y vindicativo del hecho histórico no se compadeciera adecuadamente con la tragedia del joven, disociado entre el recuerdo de su gente masacrada, su vida actual, tan distinta, la sospecha de que su madre empujó a su padrastro al suicidio y, en fin, su propia peripecia vital. Pero todo ello, que es cierto, no empece la sensación de que Ararat es un filme de noble estirpe, donde la reivindicación, lejos de ser panfletaria, aporta incluso la visión del turco que justifica el genocidio, además de una interesante (aunque no estrictamente novedosa; Saura, entre otros, ya la utilizaron) intersección entre ficción contada y ficción recreada en un ejercicio de cine dentro del cine.
Con sus actores de siempre, desde su esposa, la siempre excelente Arsinée Khanjian, y los habituales en su filmografía Elias Koteas y Bruce Greenwood, Egoyan compone un filme desequilibrado por sus dos líneas argumentales paralelas, con frecuencia perpendiculares, pero con el magnetismo (esa música de raíces étnicas, esos rostros fotografiados implacablemente por una cámara a la vez inmisericorde y cómplice...) al que este inusual cineasta de triple nacionalidad y universal sensibilidad nos tiene ya acostumbrados, una obra extraña y sutil, como todo su cine, esta vez con un tema especialmente doloroso a fuer de auténtico. Aunque, pensándolo bien, cuál de los recientes temas egoyanianos (la desaparición y muerte de una hija adolescente, la pérdida de la infancia de todo un pueblo, el asesinato ritual de ingenuas jóvenes) no son sino un lacerante zurriagazo de realidad.
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