CINE EN SALAS
James Cameron podría ufanarse de haber dirigido dos de las películas que han encabezado en algún momento el ranking de films más taquilleros de la Historia del Cine. Lo fue, allá a finales del pasado siglo, su Titanic (1997), película por la que la industria de Hollywood no daba un ochavo cuando se rodó, con un (entonces) elefantiásico presupuesto de 200 millones de dólares, pero que resultó ser un auténtico fenómeno sociológico que elevó su recaudación hasta la estratosférica cifra de más de 2.200 millones, multiplicando por más de diez lo que costó. Una cosa como esta desestabiliza a cualquiera, y Cameron tardó varios años en reaccionar, entretenido con menudencias mientras digería el éxito. Pero cuando a finales de la década de los años diez de este siglo XXI presentó su nueva película, Avatar (2009), volvió a petarlo, con un presupuesto de 237 millones y una recaudación mundial que rozó los 3.000 millones (2.923 millones, concretamente). Eso hará que Cameron, de nuevo, entre en un cierto marasmo creativo como director (que no como productor, porque siguió produciendo a buen ritmo), hasta que finalmente decidió que la senda argumental iniciada por Avatar tenía mucho más recorrido, y concibió una serie de películas, hasta un total de cinco, que iría rodando a lo largo de los años.
Esta Avatar. El sentido del agua es la primera de esas continuaciones a la peli original, cuando ya se anuncia para finales de este 2025 la tercera de la saga, Avatar. Fuego y ceniza, estando previstas las dos siguientes para 2029 y 2031 (fuente de todas las cifras citadas: The-numbers.com).
Y lo cierto es que esta segunda entrega de la franquicia, Avatar. El sentido del agua, es plenamente coherente con la primera y primigenia, con la que comparte muchas cosas, casi todas, como veremos. La acción se desarrolla años después de los eventos ocurridos en la primera parte: Jake Sully, imbuido desde hace años en su nueva personalidad de avatar Na’vi (nombre del pueblo aborigen del planeta extrasolar Pandora), que se rebeló contra sus antiguos mentores humanos, ha formado una familia con Neytiri, con la que ha tenido dos hijos varones, uno ya casi adulto y el otro adolescente, y una niña, como de 10 años; además, en la familia están acopladas también otra chica, milagrosa hija mestiza de una humana en estado de suspensión, y un chico blanco adolescente, hijo de un oficial humano de alta graduación, criado por los Sully como si fuera suyo. El oficial, Quaritch, es transmutado en avatar Na’vi por sus superiores, ordenándole que vuelva al planeta Pandora para conquistarlo (la Tierra se muere, dice la general al mando…) y también para eliminar al “traidor” Sully. Cuando el llamado Pueblo del Cielo (curioso nombre para nombrar a la Humanidad…) desciende con sus infernales maquinarias bélicas sobre Pandora, Sully y su familia saben que vienen a por ellos, y emigran a otra zona del planeta, habitada y gobernada por los Metkayina, indígenas adaptados secularmente a vivir más en el mar que sobre la tierra…
Decíamos que esta Avatar 2 (como la denominaremos para abreviar) tiene mucho parecido con la primera, y no solo porque la peripecia, en el fondo, sea similar: pueblo indígena pacífico y bucólico avasallado por una civilización imperialista que pretende conquistarlos, cuando no aniquilarlos, para anexionarse el planeta, lucha, contra toda esperanza, contra una fuerza bélica extraordinaria (y la vence, claro… qué sería de la literatura y el cine sin David y Goliat…). Está también, sin duda, la evidente semejanza de los Na’vi, como cultura, con la civilización india, la de los pieles rojas que casi exterminaron los anglosajones durante los siglos XIX y XX, arrumbándolos a las llamadas “reservas indias”, y también el parecido de sus agresores, esos blancos que durante esos mismos siglos fueron extendiendo su dominio desde el este al oeste norteamericano. Hay también una semejanza en el nivel de calidad argumental del film: si Avatar tenía un guion más bien endeble, ésta no le anda a la zaga, con un mensaje central bastante elemental, sobre el hecho de que la fortaleza de la familia radica en su unión, cosa que no se ha dicho nunca en cine… (modo irónico on…), pero también en la fastuosidad visual: si la primera Avatar era un prodigio de creatividad de imágenes, esta segunda parte no le anda en absoluto a la zaga; si allí sobrecogían las escenas en las que los Na’vi montaban a su formidables cabalgaduras para surcar los cielos, aquí emboban las secuencias en las que los protagonistas y sus nuevos aliados los aborígenes marinos se sumergen en las aguas del mar a lomos de animales tan fabulosos e imaginativos como aquellos voladores del primer segmento de la serie.
No acaban ahí los parecidos: aquí, como en la primera, habrá una estructura narrativa muy tradicional, conforme a los cánones del planteamiento, nudo y desenlace, de tal manera que en el primero y el tercero priman los elementos del cine de acción, con escenas que, ciertamente, quitan el aliento por su belleza y espectacularidad, y la intermedia se usa para remansar un poco las aguas (nunca mejor dicho…) y darnos a conocer algo de la familia Sully y de sus (un poco a regañadientes) anfitriones, el pueblo Metkayina; así conocemos a los dos vástagos varones Sully, uno más formal y sensato, otro, el adolescente (lógicamente…) más cabeza hueca, más rebelde e inconformista, más la adolescente adoptada, con una empanada mental importante por haber sido concebida por un ser en estado comatoso que ni es humano ni es Na’vi, más la hija biológica, un auténtico tabardillo (ya saben, una persona más bien alocada…), y el adolescente blanco, que se siente miembro de la familia y la comunidad pero que, inevitablemente, sentirá la tentación de, al menos, no hacer daño a los de su blanca sangre (valga la metáfora…).
Hay en el film un buen número de guiños cinéfilos y culturales: así, es evidente en todo lo relacionado con las ballenas que son como hermanos cetáceos del pueblo del agua que acoge a los Sully, ballenas que permitirán re-crear mitos como el bíblico de Jonás en el vientre de la ballena o, en otro tono, la Moby Dick de Melville, en literatura, y Huston, en cine. Pero lo que quizá llame más la atención sea, en el desenlace, las continuas autorreferencias a Titanic, con la inmensa nave de guerra que se hunde con las consecuencias previsibles, que recuerdan poderosamente las que pudimos ver en aquella película que marcó ya para los restos la carrera de James Cameron.
En resumen, un asombroso espectáculo visual, una película en la que, aunque hay algún bache narrativo en su parte intermedia, es difícil que se la pueda motejar de aburrida, especialmente por el endiablado ritmo narrativo que, sobre todo en la tercera parte, no da tregua, concatenando las escenas a cual más compleja, más deslumbrante, siempre con impresionantes paisajes al fondo (el hecho de que estén en su mayor parte generados por ordenador no les quita un ápice de belleza); eso sí, la historia que se nos cuenta es cortita con sifón, más bien maniquea (aunque el coronel, blanco y cabrón, al final tenga también su corazoncito…), articulada mayormente como elemental cañamazo sobre el que dar cuerpo a lo que realmente importa en esta segunda entrega de la saga, ofrecer al público (y aún más en la versión 3D) un fastuoso despliegue visual que, ciertamente, compensa la inanidad argumental.
Es difícil evaluar la interpretación de la mayoría de los actores y actrices, camuflados casi todos ellos bajo las máscaras digitales que los hacen ser los Na’vi y Metkayina a los que interpretan; en cualquier caso, nos parece que hacen un trabajo correcto. Preciosa y lógicamente preciosista dirección de fotografía del californiano Russell Carpenter, y muy hermosa también la banda sonora compuesta por el londinense Simon Franglen, autor también del “score” de la primera parte de la saga.
(09-10-2025)
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