En 1998 Stephen Norrington consigue un gran éxito de público con una relativamente pequeña película de vampiros, "Blade", basada en un cómic de Marvel sobre un híbrido entre vampiro y humano, empeñado en cazar a los "no-muertos"; aquél éxito ha propiciado esta segunda entrega, ahora encargada al mexicano Guillermo del Toro, que fascinó hace algunos años con aquella pequeña joya del cine de terror que era "Cronos". Aunque su posterior carrera ha sido irregular (la industrial pero poco convincente "Mimic", la española sobre niños fantasmas "El espinazo del diablo"), Del Toro es un cineasta con personalidad que no ha hecho una mera continuación, sino que ha sabido infundirle una impronta peculiar. Así, hay lecturas sobre la inmortalidad y sobre la secular pugna entre padre e hijo que ya estaban en filmes suyos anteriores; hay también acción a raudales, incluso con demasiadas luchas orientales, como si los vampiros, en vez de proceder de Transilvania, vinieran de Hong Kong...
El resultado es razonablemente satisfactorio, un filme de terror y acción que juega con conceptos tan actuales como la ingeniería genética (en este caso para modificar a los vampiros y hacerlos resistentes a la luz), y con hermosos hallazgos visuales como la última escena con el protagonista y su amada, además del temible supervampiro contra el que habrá de luchar nuestro héroe, un cruce entre Drácula y el monstruo de "Alien", que ya es imaginación. Pero ahí está Blade, el único de su género que puede ver el sol y resulta ser, por tanto, como Baltasar Garzón, el hombre que veía amanecer (Pilar Urbano "dixit"), aunque por motivos bien distintos; eso sí, no sé si será peor enfrentarse a un ejército de vampiros o a Henry Kissinger, al que ahora persigue el juez...
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