En la Costa Brava viven Juan y Clara, matrimonio teóricamente perfecto. Él es arquitecto y ha planeado una ciudad futurista que pretende ser el concepto revolucionario que cambiará el urbanismo moderno; en la realidad es una entelequia de imposible realización. Clara, para mantener a la pareja, interpreta películas porno en un estudio clandestino. A pesar de su oficio, la mujer sigue siendo virgen, porque su marido es impotente y porque en los rodajes no permite que la penetren. Un día acuden a una reunión en la que conocen a Kellerman, un magnate norteamericano que está interesado, aparentemente, en financiar el sueño de Juan…
Deja Vicente Aranda el género fantástico, que le sirvió de soporte para La novia ensangrentada, para afrontar otro género, el melodrama, que le sirve igualmente de perchero donde colgar sus obsesiones. La película es Clara es el precio, poco estimada incluso por sus incondicionales, y a la que el tiempo, sin embargo, se ha encargado de redimir de sus posibles errores. Aranda partió de una idea decididamente descabellada, pero que tan bien convenía para sus intenciones: en plena España de la agonía del franquismo, en 1974, se ruedan pornos en un estudio clandestino de la costa catalana. La principal actriz de esos pornos de andar por casa resulta ser Clara, una andaluza que lleva casada y virgen dos años (en una notable paradoja sexual: doncella y actriz porno), por ser su marido, Juan, lo que se llama un impotente selectivo.
Los títulos de crédito ya marcan cuál va a ser la línea central de la cinta: con fotografía virada en colores irreales, una mujer desnuda avanza por un descampado, escalando lo que parece ser una montaña de pendiente poco pronunciada. La joven lleva una máscara sobre el rostro. Cuando llega a su destino, se despoja de su antifaz para mostrarnos el rostro del personaje principal, Clara; varias lecturas caben de esta primera declaración de principios: una, la de que Clara es una mujer cuya verdadera faz no conoceremos hasta el final. Dos, que su cuerpo es lo que importa a todos, y por eso va desnuda, mientras que su cara, su personalidad, queda oculta tras una máscara estrafalaria. Una tercera prefigura su condición de actriz porno de incógnito, pues interpreta estas películas siempre con antifaz.
El asunto sobre el que gira la trama es la utilización de la mujer como mero objeto de cambio: el precio fijado para que el negocio del infantil e impotente marido prospere es que ella pase a engrosar la nómina de fetiches sexuales del millonario yanqui. A la postre, todos estaban confabulados, por activa o por pasiva, para que ella fuera el precio de una abominable transacción.
Clara es el precio supone una toma de postura enérgica y evidente de Aranda en favor de la mujer, una posición que no abandonará en el resto de su filmografía. Ella es sojuzgada y utilizada como cheque sexual, como letra de cambio con vencimiento a la vista, como el pago en especie de oscuros negocios. Pero ella también se valdrá de la violencia para salvarse, para escapar de la red humana que la atenaza: marido, amiga, amante, alcahuete, jefe.
La película tuvo una carrera comercial bastante exitosa, sobre todo gracias a los desnudos de Amparo Muñoz, por aquel entonces muy popular por su reciente título de Miss Universo. Aranda supo obtener de ella su mejor interpretación en cine, y además puso en práctica, quizá por primera vez en España, un curioso experimento lingüístico, según el cual todos los intérpretes hablaban en su lengua vernácula: así, se oye hablar español con tono mesetario, pero también con acento andaluz, y con dejes extranjeros, además de oírse con total normalidad hablar en catalán. Pero a pesar de su aceptable carrera en taquilla, el público quedó desconcertado, porque esperaba una mera exhibición desnudista de la mujer más deseada del momento, y se encontraron con un melodrama con carga de profundidad, algo que les hacía pensar en vez de llenarles de deseo.
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