El cine busca nuevos caminos: con las nuevas tecnologías se abren insospechadas posibilidades, que el cine indie, entre otros, hace bien en explorar. Lo que pasa es que no siempre esas indagaciones tienen éxito. Para muestra, un botón: este Creative control es la evidencia de que la ecuación “buenas ideas, mal plasmadas”, en cine, equivale a aburrimiento.
Un futuro cercano, en el que se han inventado unas gafas (algo así como unas Google Glass formidablemente evolucionadas) que permiten el acceso absoluto no sólo a internet, sino también a todo tipo de realidades virtuales y hologramas, facilitando la posibilidad de crear formas casi “ex nihilo”. El creativo de una agencia de publicidad, cuyo cometido principal es el lanzamiento de una importante campaña para un costoso placebo que sustituiría con éxito al tabaco, se encuentra en crisis de pareja: tiene un fuerte desencuentro con su novia, con la que cada vez tiene más diferencias, y se refugia, dentro de la realidad virtual holográfica que le permite las innovadoras gafas cibernéticas, en un supuesto amor con la pareja de su mejor amigo. Así las cosas, se enamora de la chica, aunque quizá sea solo de su pálido reflejo virtual…
Hay quien ha dicho que la película podría llamarse algo así como “cuando Antonioni se encontró con Apple”, pero me temo que la realidad dista bastante de esta lapidaria afirmación. Benjamin Dickinson, director, guionista y protagonista del filme, todo un hombre orquesta, pasa por ser uno de los “enfants terrible” del nuevo cine indie norteamericano, pero lo cierto es que le falta fuelle, técnica narrativa y capacidad para captar la atención. Parece haberse embebido en la belleza surreal de su Nueva York futurista, en su blanco y negro irisado a veces de color en el mismo plano, de sus encuadres perfectos, de su melancólica historia entre romántica y nihilista, y se ha olvidado de que lo primero que hay que hacer es tener complicidad con el espectador. Si fallas ahí, todo lo demás difícilmente llegará. Y aquí el público está cogiendo moscas hasta que al final empiezan a cuadrar los escasos elementos de una historia que hubiera dado como mucho para uno de los varios cortos que Dickinson ha realizado, metraje en el que parece sentirse más seguro que cuando tiene que contar historias en hora y media.
Así que estamos ante una película estéticamente hermosa, tecnológicamente avanzada (aunque los diálogos escritos en pantalla es un recurso ya antiguo), pero rodada de espaldas al público, con un guion mal hilvanado y peor contado. Además, Dickinson, como actor, es uno de los peores que nos hemos echado a la cara en mucho tiempo: si el hieratismo fuera una virtud, él sería un santo, pero me temo que no es composición de personaje sino pura ineptitud actoral.
Y es que, efectivamente, no todo el cine indie es interesante…
97'