El segundo segmento del proyecto Grindhouse que nos llega, tras Planet terror, confirma que estamos ante un “revival” nostálgico perpetrado para el refocilamiento de sus autores, pero no, desde luego, del espectador. Este Death proof que Quentin Tarantino ha rodado con evidente placer por su parte, sin embargo nos tememos que no ha surtido el mismo efecto en el público. Hombre, se puede entender que exista cierto número de personas afectadas por el síndrome setentero USA, ése que, aparte de encanijar las meninges, hace que uno se vista con pantalones de pata de elefante, luzca una cabeza de rizos imposible, coma pinches burritos y beba tequila como el que bebe fanta. Se puede uno hasta reírse con los cortes prefabricados del filme, a la manera en que aquellas cintas de la prehistoria, exhibidas “ad nauseam” por cines ínfimos, eran constantemente empalmadas por el proyeccionista de turno. Pero, Quentin, hijo, al menos danos una historia medianamente decente…
Porque lo que nos cuenta el ya no tan “enfant terrible” (al menos por edad, que ya está talludito) del cine yanqui no deja de ser una memez probablemente concebida en un viaje no sé si lisérgico o tras visionar una de Ed Wood, una tontería que nos cuenta la improbable historia de un ex especialista que gusta de estrellarse contra chicas deslenguadas y tirando a soeces, no por el hecho de corregirlas (¡estamos en 2007, a ver quién se atreve a corregir a alguien…!), sino por el regocijante placer de trasladar cierta dosis de su sangre de una parte a otra de su cuerpo, fisiológica cuestión rematada con ciertas emisiones delicuescentes (sí, ya lo sé, es un circunloquio literalmente del carajo, pero no me pidan que sea más claro, que esta página también la leen los niños…). Pero cuando al imbécil a fuer de sádico se le aparezca la horma de su zapato en las curvas formas de tres féminas de armas tomar, el duro a lo mejor ya no lo es tanto…
Death proof, es cierto, resulta graciosa en su desmesura y en su majadería, como lo era Planet terror, si bien ésta, siendo totalmente marciana, tenía cierta lógica inverosímil que la indultaba. Sin embargo, el segmento tarantiniano es confuso, inconexo (y no por los cortes del montaje “ad hoc”, que a ratos parece un homenaje al Godard de À bout de souffle), reiterativo, con tanta persecución en coche que termina el espectador mareado, e incluso está desmañadamente rodado. Porque una cosa es que hagas un homenaje al cine de serie Z de los años setenta, y otra que ruedes como si no tuvieras ni pajolera idea de cuál es el oficio del cineasta.
En cuanto al elenco artístico, Kurt Russell se esfuerza en componer un personaje de duro para el que no necesita gran cosa: le basta con el rostro coriáceo que sus muchos años le han dado, ayudado por algún retoque del departamento de maquillaje. Entre ellas me quedo con la siempre estupenda Rosario Dawson, la estrella emergente de las actrices negras, que tan bien conviene a esta manierista actualización del fenómeno “blaixplotation”; pero la que se come con papas al resto del reparto es una chica nueva (no en la oficina, sino en el rodaje), la neozelandesa Zoe Bell, procedente del duro terreno de los especialistas, que está espléndida, no sólo como actriz, sino también como doble de sí misma; es lo bueno que tiene eso de estar acostumbrada a romperse la crisma en lugar de otros: cuando te toca hacerlo a ti, no hace falta que nadie te sustituya...
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.