Es llamativo cómo el cine industrial yanqui no ceja en exprimir "ad nauseam" los filones que encuentra. En 1993, y sobre la célebre serie televisiva de los años sesenta, Andrew Davis dirigió El fugitivo, un competente trabajo de cine de acción que se benefició, evidentemente, del carisma de Harrison Ford como perseguido y del buen trabajo de Tommy Lee Jones como perseguidor. Pero aquella interesante película se prolongó innecesariamente en U.S. Marshall, donde sólo quedaba ya Jones haciendo un papel muy similar a la anterior, en una secuela no abiertamente declarada pero evidente en todos los aspectos.
Ahora nos llega una tercera vuelta de tuerca, esta Doble traición, que, a la vista de sus buenos resultados en la taquilla USA (y, segura y lamentablemente, en la española), probablemente no será la última. Las diferencias son escasas: la más llamativa, que el fugitivo ha pasado a tener tetas, y no porque se haya hecho operación alguna, sino porque es mujer; también es novedoso (relativamente) el hecho de que el supuesto cónyuge asesinado resulte ser el villano de la función, un taimado traidor que urde una conspiración para encarcelar a su santa, cobrar una pasta y poner tierra de por medio con su amante y su hijo. Ahí se acaban las diferencias: la inocente pasará por la cárcel, y cuando salga, será perseguida implacablemente por un funcionario público, en este caso su agente de la libertad condicional. Pero nada nuevo aporta el siempre plano Bruce Beresford (cómo será de insulso que cuando su Paseando a Miss Daisy ganó el Oscar a la Mejor Película, él se quedó con un palmo de narices en el de Mejor Director) a una trama ya demasiado sobada y manida, con un guión con frecuencia inverosímil y todos los cabos sueltos del mundo.
Es cierto que Ashley Judd compone su personaje con esfuerzo, si bien es evidente que no va a conseguir ningún premio con semejante papel, y también que Tommy Lee Jones aporta sus tablas y experiencia, aunque su perseguidor carece de perfiles y resulta romo y apenas nos enteramos de nada sobre él. Tal vez lo mejor sea el refinado rufián (exquisito "gourmet" pictórico, entendido en Kandinsky, un petulante con clase) que compone el actor canadiense Bruce Greenwood, en las antípodas del angustiado padre que interpretaba en la magnética Exótica.
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