Alguien debería hacer un estudio alguna vez sobre ese acrisolado desprecio, al parecer congénito, con el que, mayoritariamente, el cine español trata a veinte o treinta millones de sus compatriotas por pertenecer a esa clase, la clase media, cuyos gravísimos pecados consisten sustancialmente en levantarse todos los días a las 7 de la mañana, trabajar como burros durante jornadas extenuantes, y pagar religiosamente los impuestos que no pagan ni los ricos (que tienen expertos asesores para evitar hacerlo) ni los pobres (que no tienen directamente donde caerse muertos, así que menos aún para pagar tributos). Alguien debería hacer un estudio alguna vez sobre por qué el cine español, en su mayoría, maltrata a la clase media, esa clase social que es la que les financia las películas vía impuestos, dado que son los únicos que, como hemos visto, los pagan.
El cuarto pasajero es una de esas cintas en las que parece quintaesenciarse ese odio, ese desprecio, ese maltrato que extrañamente siente el cine español, en su mayoría, sobre la clase social que, “literalmente”, le da de comer. Veamos: ya el comienzo indica por dónde van los tiros; conocemos a Julián, un cincuentón bien afeitado y con buen corte de pelo, trajeado, con buen coche, mientras ensaya ante el espejo retrovisor unas torpes frases con las que quiere declararse a la chica que quiere, Lorena, veinte años menor que él, con la que comparte coche desde hace meses a través de la popular plataforma “ad hoc” conocida como Blablacar. Ese día, en su habitual viaje de fin de semana desde Bilbao hasta Madrid, espera poder sincerarse con ella y, por fin, empezar la relación con la que viene soñando desde hace tiempo. En el transcurso de las primeras escenas nos enteramos de que Julián trabaja en una empresa de alta tecnología y está divorciado, aunque después nos enteraremos que alguna de esas circunstancias no son “exactamente” así. Pronto aparece la bella, pero antes de que Julián pueda balbucir el texto que ha garabateado, se suben al coche los otros dos pasajeros: uno, Sergio, es guapo como él solo (aunque en su perfil aparecía un gordito pagafantas, y por eso lo eligió Julián...), con lo que el cincuentón siente la punzada de los celos, y otro, el cuarto pasajero, de nombre Rodrigo, resulta ser la decantación purísima de lo peor del ser humano en una sola persona: fullero, mezquino, miserable, cizañero, jeta, estafador, impenitente moroso, traficante de cualquier cosa (preferentemente ilegal), timador de personas del Tercer Mundo... entre otras “virtudes” que lo adornan, todas del mismo jaez. Con este cuarteto, el coche, en su camino hacia Madrid, y en especial Julián, se encontrará con un viaje como nunca podía imaginar, y no precisamente para bien...
Julián, nuestro protagonista, un pobre payaso de la clase media, un tonto de baba, un idiota que no sabe nada de la vida, como ya nos ha enseñado el cine español, que con tanta delectación nos lo muestra, se habrá de enfrentar con un viaje de regreso a casa que ríase usted del de Ulises para volver a Ítaca. Por el camino, en una cuesta abajo que no tendrá fin, escapará de la Guardia Civil, a algunos de cuyos miembros golpeará con el coche, se dejará embaucar miles de euros por el jeta del cuarto pasajero, terminando como el rosario de la aurora (¡ay, esta vaina de los spoilers, qué coraje!), para acabar riendo a mandíbula batiente cuando ha echado su vida directamente por el sumidero aunque, eso sí, por el camino ha abollado decenas de coches, gran hazaña...
Formalmente la película es correcta: Álex de la Iglesia no es un estilista, pero sí un cineasta seguro y solvente, que además se maneja bien en las escenas de acción, como las que tienen lugar en toda la parte final, en un atasco de cientos de vehículos en una autopista. Pero el mensaje que lanza El cuarto pasajero, a nuestro entender, no puede ser más inicuo: el pobre mentecato de clase media, ese pobre diablo, solo llegará a la felicidad (a una felicidad de risa demente y desquiciada, como de frenopático) cuando se ponga el mundo por montera y, con ello, las esposas a la espalda, para pasar muchos, muchos meses a la sombra (y no de los pinos, precisamente...). Y el cuarto pasajero, ese tipo infecto, al final será el único que se irá de rositas, cuando ha sido el causante, directo o indirecto, de la ingente cantidad de desaguisados que ha llevado a la perdición al probo contribuyente (uy, queremos decir al idiota de clase media, perdón, perdón...). ¡Ah, cuánto mal ha hecho Breaking bad!
Por supuesto, estamos ante una peli de buena factura industrial, donde todos los elementos reman atinada y profesionalmente en el sentido marcado por la producción. Qué lástima, entonces, que ese sentido sea tan execrable como el que aquí se presenta.
Buen trabajo actoral en general: Alberto San Juan parece disfrutar especialmente haciendo su personaje, el pobre majadero que no sabía hasta qué punto ese día iba a cambiar su vida, pero no en el sentido que él había imaginado... Ernesto Alterio resulta especialmente odioso en su personaje (lo cual es todo un elogio, por supuesto), ese cuarto pasajero que es perfectamente reconocible en gente (poca, quiero creer...) de nuestro alrededor, gente que, si sus madres hubieran abortado, el mundo sería un poco menos infeliz. Blanca Suárez sigue buscando ser más actriz que pibonazo, y es una intención ciertamente encomiable que le aplaudimos. Aunque para nuestro gusto lo mejor sean los secundarios, impagables Carlos Areces, Enrique Villén y Jaime Ordóñez, este último como un (más bien improbable) miembro de la Benemérita, que parece ser alternativamente un guardia civil de la época de Franco y un trasunto de la señorita Francis (aquella de los consultorios sentimentales de los años sesenta) con uniforme verde y metafórico tricornio.
(02-11-2022)
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