A El cuerpo la ha vapuleado la crítica a placer. Es fácil, porque tiene muchos defectos: la intriga es alambicada como pocas, rozando con frecuencia lo inverosímil, cuando no el disparate; la dirección es acartonada, como corresponde probablemente a un guionista, Oriol Paulo, que hace con éste su primer largometraje de cine como realizador; los actores están abandonados a su suerte, con lo que Coronado, por ejemplo, resulta con frecuencia cargante, sin tener detrás una mano que frene sus excesos, como ocurre en sus mejores trabajos, Silva resulta extremadamente endeble, como ya se intuía en anteriores empeños, y Rueda, como mala, dé poco juego; los giros del guión, y especialmente el del último tramo, están pillados por los pelos, y el libreto, en general, tiene más flecos que un mantón de Manila.
Pero, qué quieren, al final me quedo con la sensación de que el objetivo del filme, que no es otro que mantener la atención del espectador con una intriga entretenida durante una hora y tres cuartos, se consigue: es verdad que no es excelsa, y que dista años luz de ser un engranaje perfecto, que en cine los hay, artefactos que funcionan como un reloj y en los que las piezas encajan como un guante. Pero nadie está hablando de una obra maestra, ni siquiera de una buena película, sino de un entretenimiento inocuo que nos permite cierto divertimento, aunque sea encogiéndonos el estómago, como sucede en géneros como el thriller, no digamos ya con el terror.
El cine español ha encontrado un nuevo filón con este tipo de intrigas, que colindan con el mentado género del terror, sin incurrir enteramente en él; curiosamente, el anterior trabajo de Oriol Paulo, en este caso como guionista, Los ojos de Julia, estaría en esa línea, como lo estuvo otro filme que comparte icono (Belén Rueda) y productora (la catalana Rodar y Rodar), El orfanato, de Juan Antonio Bayona. No seré yo quien diga que El cuerpo es una buena película, pero tampoco quien la arroje a los infiernos de la nadería. Para eso ya están otros, que suelen tirar por el camino fácil, por la senda trillada que marcan los popes de la crítica: ¡ay, qué difícil es pensar por uno mismo!
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