En los años ochenta Claude Chabrol ya era un reconocido maestro que rodaba el cine que quería. Así, en esa época haría varios policíacos, pero muy a su manera, diferenciándose del “polar” o cine negro a la francesa que popularizaron los grandes de este género a la gala, desde H.G. Clouzot a Jacques Becker, sin olvidar a los clásicos Marcel Carné y Julien Duvivier, o el mejor de todos ellos, Jean-Pierre Melville.
Sin embargo, Chabrol practicaba en el policíaco un eclecticismo ciertamente estimulante, pudiendo combinar cine negro y comedia, como en Pollo al vinagre (1985), con el thriller más clásico, como ocurría en Inspecteur Lavardin (1986), o hacer una versión muy personal de una de las más fascinantes novelas de Patricia Highsmith en esta El grito de la lechuza, que trata un tema tan delicado, tan vidrioso, como el voyerismo, y cómo esa “afición” (por llamarla de alguna manera...) puede esconder, sin embargo, un auténtico ejercicio de fatalismo y azar, quizá de puro amor.
Un hombre, todavía traumatizado por su reciente fracaso matrimonial, da en visitar los alrededores de la casa de una joven, a la que espía desde fuera. Su intención, aunque pudiera parecer otra, es simplemente recrearse en la serenidad que desprende la chica, la contemplación de una tranquilidad que le reconforta plenamente. Cuando finalmente la conoce en persona, algo parece fraguarse entre ellos, a despecho del novio de la joven...
Tocada por una saudade muy highsmithiana, la película de Chabrol es sencilla y compleja a la vez, conformando una melancólica adaptación que captó muy bien el espíritu, el sentido de la novela original, una historia desalentada entre dos personas que parecen no tener nada en común, aunque quizá sí lo tengan.
El protagonista, Christophe Malavoy, poco conocido en España, da perfectamente el papel central del film, un hombre devastado por el amor perdido; por su parte, Mathilda May será la chica observada; años más tarde haría alguna incursión en la cinematografía española, de la mano de Bigas Luna.
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