Lee Daniels nos ganó hace cuatro años con su espléndida Precious. Pero, como si se confirmara el aserto wildeano de que no se puede ser sublime sin interrupción, esta nueva película del cineasta afroamericano nos ha parecido bastante más endeble. Y no es que no tenga virtudes: de entrada, contar la Historia reciente de Estados Unidos, y en particular la lucha por los derechos civiles de la comunidad negra, a través de la verídica vida de un mayordomo coloured que sirvió en la Casa Blanca durante más de treinta años y ocho presidentes, se nos antoja muy atractivo.
Pero no hay auténtica vida en la supuesta existencia (por muy real que fuera en verdad) de este mayordomo, de este “negro doméstico”, como le llaman en su más tierna infancia, poco después de asistir impotente al alevoso asesinato de su padre por el blanquito cabrón de turno. Por más que se intente dar un aire realista a esta extraña familia nunca se consigue: la esposa es sucesiva o alternativamente alcohólica y adúltera, según toque; el hijo mayor sigue una senda progresivamente más peligrosa en la defensa de los derechos civiles de los negros: primero se hace resistente a la gandhiana manera, después será prosélito de Martin Luther King, para proseguir en las huestes más virulentas de los Panteras Negras y finalizar surcando la más suave vía política a la manera de un Barack Obama de discreto voltaje, haciendo de esta forma todo el recorrido de la resistencia, primero pasiva y después activa, del movimiento negro por sus derechos; pero lo cierto es que el conjunto no funciona: esta familia, supuestamente tan verídica, suena a artificial, con su mayordomo entregado por completo a sus amos blanquitos, aunque de vez en cuando saca la patita del tiesto, generalmente recogida en cuanto le corren (metafóricamente) a gorrazos.
El mayordomo juega con dos crónicas paralelas, la del enfrentamiento generacional entre el paterfamilias y su primogénito, dos formas tan distintas de entender la lucha por los derechos civiles, y la del “negro doméstico”, ya en rango distinguido, con su callada relación con hasta ocho presidentes norteamericanos. Es curiosa la visión cercana, casi amistosa, que da el director de esa relación, en especial de algunos de estos mandamases que no eran precisamente muy filonegros: véanse los casos de Richard Nixon o Ronald Reagan.
Por supuesto, de vez en cuando hay perlas de buen cine: la forma en la que Daniels resuelve, con una admirable economía de medios, el asesinato de Kennedy (el presidente, no el senador que no llegó a la máxima magistratura), simplemente con el mayordomo en la misma estancia que una Jackie desecha en lágrimas, con el vestido rosa que llevaba en el fatídico momento del magnicidio, manchado aún de la sangre de su marido; o el asesinato de Martin Luther King, resuelto espartanamente con un plano en zoom-out en el que le vemos fumándose un cigarrillo a las puertas de su habitación del hotel de Memphis, unos segundos antes de ser abatido, escena que se nos ahorra en el filme. Pero en general la impresión es de pulcra ilustración, sin genio, de esforzado empeño en poner en imágenes el largo camino que los derechos civiles para los negros han debido recorrer en un país que, ja, se llamaba a sí mismo demócrata, mientras había ciudadanos de primera y de segunda, donde los negros no podían entrar en los mismos baños, ni compartir la misma barra del bar, ni sentarse donde quisieran en los autobuses.
Esa larguísima, y tan dura, carrera por la dignidad de los seres humanos, humillados por el mero color de su piel, merecería otro tratamiento más cinematográfico. Lástima.
Forest Whitaker hace un esforzado trabajo que es posible consiga su recompensa en los próximos Oscar; Oprah Winfrey, en una de sus escasas incursiones en el cine, consigue el prodigio de aparentar cincuenta años cuando hace de veinteañera, y de parecer que tiene treinta cuando hace de sesentona… Misterios del maquillaje y los afeites, en este caso claramente equivocados…
Por lo demás, toda una pléyade de actores jolivudenses interpretando a primeras figuras de la política yanqui del último medio siglo, desde Robin Williams como Ike Eisenhower hasta James Marsden como JFK o un inapropiado Liev Schreiber como Lyndon Bird Johnson. John Cusack, con una prótesis nasal, transmite razonablemente bien el carácter zascandil del presidente más filibustero que haya tenido los USA (Nixon, of course), y Reagan, también con una naripa postiza, tiene la misma cara que el profesor Snape de la saga Harry Potter (o sea, que lo hace Alan Rickman). La guinda la pone la mismísima Jane Fonda, en una de las escasas incursiones que hace en los últimos tiempos en la pantalla grande: no deja de ser curioso que ella, siempre ideológicamente tan izquierdista, haya sido la encargada de poner cara nada menos que a Nancy Reagan, la consorte (algunos dicen que la presidenta “de facto”) de Ronald Reagan, el impulsor del movimiento “neocon”, el padre de la Nueva Derecha.
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