El estreno comercial de El olor de la papaya verde es el mejor exponente de la normalización que busca desde hace tiempo Vietnam, un lugar bajo el sol como cualquier otro país. La reapertura de relaciones comerciales entre USA y su antiguo archienemigo confirma esa recíproca intención de restañar viejas heridas y caminar juntos de nuevo.
Hay que decir, no obstante, que aunque por cultura y dirección este filme es vietnamita, por producción y equipo técnico es muy francés, incluso por el estilo narrativo, más europeo que asiático. Ello no le resta valor, sobre todo porque, siendo una película rodada enteramente en un estudio de Paris, sin embargo transmite orientalidad por todos sus poros, y no sólo por el mero protagonismo de actores de origen indochino, sino porque el director Tran Anh Hung ha sabido inculcar a esta su "opera prima" un sabor, un aroma, un delicado perfume que habla de una vida morosa, una existencia casi contemplativa en el seno de una familia en plena guerra colonial contra los franceses (un marco de referencia muy lejano, meramente testimonial), a donde llegará una niña como sirvienta, testigo silencioso de los avatares de sus amos.
Pero lo que otorga a esta película su singularidad es la descripción hipercostumbrista que hace el realizador, una meticulosa indagación sobre unos modos y hábitos que confieren a este documento un tono de alguna forma etnográfico: las tareas de la ancestral cocina, la forma de comportarse del servicio, la manera en que la propia naturaleza coexiste (ranas e iguanas, papayas y otros árboles indígenas) con los seres humanos en armonía, casi una utopía ecologista dentro de una historia que pudiera creerse meramente romántica cuando es fundamentalmente antropológica.
El olor de la papaya verde rezuma, como el exótico fruto que modestamente porta en el título, humildad y simplicidad, algo no demasiado frecuente cuando anda de por medio la cinematografía francesa. Es su tono el de la amable mirada hacia unos seres sencillos, limpios, aún sin mácula.
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