Al cine francés (como al italiano) hace tiempo que se le pasó el arroz; muerta o amortizada la pléyade de la Nouvelle Vague (esencialmente, Truffaut, Godard, Chabrol, Rohmer) y los no adscritos al movimiento pero igualmente magníficos (Bresson, Malle, Rivette, Resnais, Demy, Deville), quedan algunos buenos viejos (fundamentalmente Tavernier, pero también Téchiné) y algunos de mediana edad (Ozon, Assayas, Audiard), además de francotiradores inclasificables ya también talluditos (Annaud, Besson), que juegan en otras ligas. Poca gente joven realmente valiosa hay entre los cineastas franceses, a pesar de lo cual su público no le ha dado la espalda: ah, la France, “la grandeur”, el chovinismo…
Para muestra un botón: esta En lugar del Sr. Stein ha tenido cierto éxito comercial en su país, aunque es evidente que se trata de una comedia limitada, una libérrima versión del Cyrano de Bergerac, adaptándolo al siglo XXI y cambiando los roles, de tal forma que el narigón más famoso de la literatura (con permiso de nuestro Góngora: “érase un hombre a una nariz pegado...”) aquí coquetea con los ochenta tacos, no tiene un apéndice nasal especialmente desarrollado y peina canas, muchas canas; pero también él, como Monsieur Bergerac, se valdrá, ahora a través de un falso perfil de internet, de un pipiolo guaperas para enamorar a la bella de turno, aunque, para complicar la cosa, el viejo no sabe que su joven testaferro es el novio de su nieta, y esta no sabe que su novio se dedica a enamorar a la platónica amada de su abuelo: efectivamente, una comedia de enredo, que no otra cosa es esta inocua En lugar del Sr. Stein, cuyo título original, Un profil pour deux, algo así como Un perfil para dos, nos parece más adecuado.
Comedia inofensiva, llevada con poco brío por un Stéphane Robelin que parece especializado en filmes gerontófilos (véase su anterior ¿Y si vivimos todos juntos?, sobre un grupo de amigos ancianos que deciden convivir en una sola residencia), es el típico ejemplo del guion pulcramente puesto en imágenes pero sin auténtico espíritu cinematográfico: todo se fía a las vueltas y revueltas de la historia, a los continuos engaños entre los personajes principales y secundarios, una película de usar y tirar con la que, ciertamente, no saldrá el cine francés de su marasmo artístico.
Al frente del reparto aparece Pierre Richard, para quien parece hecho expresamente el rol protagonista; sin embargo, Richard no ha sido nunca un actor especialmente dotado, y aquí no es capaz de conferir a su personaje la humanidad que debería tener: su composición es acartonada, sin fuerza. Pierre gozó de fama en los años setenta con su éxito El gran rubio con un zapato negro (1972), que traspasó fronteras e incluso tuvo una versión USA; ese éxito lo intentó reeditar Richard en sucesivas comedias también con un punto de excentricidad, como Un dromedario en el armario (1980), cuyo título español debió llevarse el premio al peor ripio del año, o La cabra (1981), para después perderse en olvidables comedietas para consumo interno del público galo más inane. Ahora reaparece con esta comedia hecha para su lucimiento, pero no hay tal: y es que de donde no hay, no se puede sacar. Nos quedamos, en todo caso, con la presencia fascinante, incluso ya a su provecta edad, de la gran Macha Méril, que trabajó con Godard, Argento, Varda, aquí con una breve aparición en la que demuestra que es la elegancia personificada.
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