Edison, que aunque no reza como inventor del cine (ya saben, ese mérito consta oficialmente para los hermanos Louis y Auguste Lumière y su célebre proyección del 28 de diciembre de 1895 en el Salón Indio del Gran Café, en el Boulevard des Capucines, en Paris), lo cierto es que sí fue el inventor del precedente más claro del cinematógrafo, el kinetoscopio, si bien tenía la desventaja (entonces) de no permitir su proyección sobre una pantalla, sino que la visión de las imágenes se limitaba prácticamente a una persona, a través de un visor situado en el propio aparato: vamos, corriendo el tiempo, más o menos lo que hoy ocurre cuando se ve un filme en la pantalla del ordenador (y es que Edison fue un hombre extremadamente avanzado…).
Su productora realizó cientos de filmes, y es verdad que el genio proteico de Edison, extraordinario para los inventos, no lo fue tanto para la creación cinematográfica, y generalmente las películas que produjo no tenían otra intención que la comercial. Ello no quita para que intermitentemente algunos de sus filmes tuvieran excelentes ideas, como este cortometraje dirigido en 1910 por J. Searle Dowley, un cineasta estajanovista que rodó a lo largo de su carrera alrededor de 180 filmes.
Frankenstein es, por supuesto, una adaptación de la mítica novela homónima de Mary W. Shelley, reputándose como la primera versión que el cine hizo de este célebre texto fundacional. Dowley no era un exquisito, pero en esta pequeña joya del cinema silente, y en apenas un cuarto de hora, aportó varias ideas muy interesantes. La historia que se nos cuenta es, en líneas generales, la misma imaginada por la señora Shelley, con el joven científico que descubre el secreto de la creación de la vida, pero cuando se la confiere a un ser, éste resultará ser un monstruo que le perseguirá constantemente.
Pero Dowley, en lugar de inclinarse por la versión literaria original, en la que el doctor Frankenstein desenterraba un cadáver de un cementerio para insuflarle nueva vida, opta por imaginar que esa creación vital se producía en un gigantesco matraz en el que el científico vertía ciertos elementos químicos que, supuestamente, reaccionaban hasta crear un ser vivo. Dowley juega con un truco muy elemental pero ciertamente vistoso, y que en aquella época debió causar furor: para dar la creación ex nihilo del ser, procede a presentar los planos de esa creación con la cinta de celuloide en sentido inverso, de tal forma que lo que vemos en pantalla es como si desde la nada, y mediante el fuego, fuera formándose la figura del ser, cuando realmente se rodó a la inversa, con el actor que da vida al monstruo, pronto sustituido por un muñeco que se quema. La sensación, aun siendo muy simple, es efectiva, y ciertamente debió causar una fuerte impresión en los públicos de la época.
Más adelante, una vez regresado el doctor a su tierra y recuperado de su trauma tras haber creado el monstruo, vemos una escena en la que el director juega con la reflexión especular de las imágenes: el científico y su novia están en una habitación y, mientras la joven sale unos segundos, vemos en un espejo situado a la derecha como entra el monstruo, viéndolo entonces sólo a través de ese espejo, aunque después ya aparecerá en efigie real junto al doctor. Esa mirada oblicua, que permite una visión distinta de lo que se filma, evidencia una búsqueda de nuevos recursos que podemos considerar muy interesante, incluso audaz.
Ese mismo espejo tendrá un papel primordial en la resolución de la historia, cuando el monstruo, repudiado por su creador y ante el horror de la novia del doctor, se mira en esa lámina especular y, en un rapto de deliciosa fantasía, desaparece (mediante el “stop trick” o truco de la imagen parada, tan caro a los cineastas de la época), para dejar, ¡oh, cielos!, su imagen reflejada en el espejo, en un divertido juego que a buen seguro resultaría también en aquellos años un auténtico bombazo. Entra el doctor en la estancia, ve la imagen del monstruo reflejada en el espejo, pero enseguida se desvanece para dejar paso a su propia imagen, mediante sobreimpresión, jugando el director con la transfiguración y la conclusión de que el doctor, finalmente, ha comprendido que la creación de la vida no es un privilegio del hombre.
Sencilla y simple en muchos momentos (esos actores, tan pasados de rosca en sus interpretaciones, tan grandilocuentes y gesticulantes), sin embargo este Frankenstein resulta muy agradable por sus ingeniosos trucos, sus imaginativas ideas y creativas resoluciones para los problemas que se suscitaban en una historia de corte fantástico, pero también en un legendario texto literario que dio lugar a uno de los mitos de la novela (y posteriormente el cine) de terror.
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