CINE EN SALAS
Alice Rohrwacher (Fiesolo, Florencia, 1981) es una guionista y directora italiana, a pesar del apellido (el padre es alemán, como cabía esperar), que lleva haciendo cine desde hace una docena de años, debutando con Corpo celeste (2011), a la que siguió El país de las maravillas (2014), Lazzaro feliz (2018) y la serie La amiga estupenda (2019). Tiene Rohrwacher una hermana, de nombre Alba, actriz, que suele intervenir en casi todas sus películas, también en esta que comentamos. El cine de Alice se caracteriza por una cierta mirada fantástica hacia elementos realistas: podría hablarse de una realidad fantástica, si no fuera porque los términos parecen antitéticos (en puridad, el “realismo mágico” del “boom” también lo era...). Tiene también su cine una evidente influencia de directores clásicos del cine itálico, en especial de Fellini, cuya huella era evidente por ejemplo en El país de las maravillas, y también en esta La quimera, donde a ratos se aprecian ráfagas bien de I vitelloni, bien de La dolce vita (en premeditado modo cutre, se entiende...), bien incluso de La strada. No hablamos en absoluto de copia, mucho menos de plagio, sino de espíritu...
Quizá sea Alice Rohrwacher, efectivamente, la más evidente epígono (no se puede decir epígona, según el DRAE, aunque debería poderse decir...) del gran Federico, del cineasta de Rimini que marcó toda una época del cine italiano. También nos parece evidente que Alice está, al menos por ahora, muy lejos de llegar, ni por asomo, a las cumbres fellinianas.
La acción arranca en un tiempo indeterminado (parecen los años setenta u ochenta, por los coches, todos viejos Fiats modelos de esas décadas, datación reforzada por la ausencia de móviles en los personajes) y en un lugar que en ningún momento se concreta, aunque la película está rodada en muy diversos paisajes itálicos, en las regiones de Toscana, Lazio y Umbria, y hasta en la vecina Suiza... Conocemos a Arthur, un joven inglés, quizá treintañero, afincado años ha en Italia. Nos enteramos que es arqueólogo; acaba de salir de la cárcel, donde parece (aquí casi todo “parece”, según lo que se dice o se comenta por otros) que ha cumplido pena de prisión por dedicarse a expoliar tumbas funerarias de la época de los romanos o de los etruscos. Arthur tiene una pena infinita, la pérdida de su amada Beniamina; vuelve al pueblo donde vivía con ella, y allí se reencuentra con la madre de la joven difunta, Flora, quien cree que su hija todavía volverá algún día, no asumiendo su muerte. Tiene Flora acogida a una pupila para clases de música, llamada (muy apropiadamente...) Italia. Arthur enseguida (como dice el brutal adagio español, “vuelve el burro al trigo”) retorna a sus actividades ilegales con el mismo grupo de “tombaroli” (así son llamados los saqueadores de tumbas en el país itálico) de sus anteriores correrías, aunque, en el fondo, le importa todo un pimiento, y sus pensamientos siempre están con su amada muerta...
Tiene La quimera, como queda dicho, una cierta impronta felliniana, aunque también nos parece que hay rastros de otros cineastas italianos, como el Ettore Scola de Brutos, sucios y malos, un cierto realismo muy filtrado por el tono fantástico, como de sueño, que recorre la película, o esos carabinieri que aparecen, ataviados con esos uniformes demodé, a la vintage manera, que recuerdan poderosamente las comedias neorrealistas de Vittorio de Sica. Pero nos parece que esta La quimera resulta ser una obra muy irregular, en la que la trama se sigue con cierto distanciamiento, con este poverello, esta alma en pena que vuelve a donde vivió feliz con su amada, quizá con la esperanza de que en algún momento aparezca por la puerta, pero cuyas peripecias con el grupo de vivales que usan y abusan de su don (cual zahorí, es capaz con una ramita de arbusto de saber dónde hay un yacimiento funerario...) para enriquecerse mucho y pronto, la verdad, nos trae más bien al fresco... Porque cualquier historia tiene que tener un mínimo de intensidad que prenda en el espectador, y aquí parece que Rohrwacher se ha embelesado con la íntima pena del protagonista y no ha sabido o podido desarrollar mejor la trama, en la que se suceden los asaltos a las tumbas romanas o etruscas, entre la picaresca que recuerda a la nuestra, la española (la picaresca por antonomasia, evidentemente...), pero también la pura y dura ilegalidad, la flagrante esquilmación del patrimonio arqueológico italiano, consecuentemente también de la Humanidad, malbaratado por estos truchimanes que buscan el pelotazo, hacerse ricos de golpe, por los medios (legales o ilegales) que sean, y a vivir la vida, que son dos días...
Tiene, eso sí, la película, algunas escenas puntuales que evidencian que la capacidad de Alice Rohrwacher para la creación visual es realmente notable, como la forma en la que nos hace ver por primera vez la detección de un yacimiento funerario por parte de Arthur, lo que hace girando la cámara y poniendo al arqueólogo boca abajo, como si, efectivamente, ese hallazgo cuasi taumatúrgico fuera tan imposible como si pudiéramos vivir con los pies en alto y la testa a ras de suelo; o la forma en la que Alice nos muestra el tesoro arqueológico que encuentra esta panda de mequetrefes, con esa hermosa escultura femenina, como una nueva Venus de Milo, con esa cabeza decapitada que, finalmente, descansará, en una escena poderosamente expresada en imágenes, donde nunca más pueda ser encontrada por el ser humano para ejercer de mercachifle con esas joyas que nuestro tiempo, y nuestra gente, desde luego no se merece, no nos merecemos.
Pero la que resulta ser la más entonada de las escenas simbólicas que Rohrwacher ofrece al espectador llegará al final, con esa muy libre versión del mito de Orfeo y Eurídice, con ese hilo rojo que recurrentemente hemos visto a lo largo de la película, en los sueños o pensamientos del protagonista, un hilo rojo cuyo encuentro ahora en fase de vigilia, o quizá físicamente, cerrará el círculo de la pena infinita y eterna del protagonista, una metáfora deslumbrante que, lástima, está muy por encima del conjunto del film, que ya nos hubiera gustado que tuviera siempre ese nivel; entonces estaríamos hablando de una obra maestra, y no de una película irregular, con cosas estupendas, pero también con una historia inane y más bien aburridora.
Buen trabajo del protagonista, el inglés Josh O'Connor, forzado aquí a decir casi todos sus diálogos en italiano, un italiano bastante potable, y del que nos creemos que, efectivamente, esté estragado por la pérdida de su ser más amado. Pero la que, como era de prever, está para comérsela, es una ya vieja Isabella Rossellini, espléndida en su personaje de maestra de música, con tendencias diogenésicas y conscientemente obnubilada a la espera incesante de su Beniamina; por cierto que la aparición de Isabella, por supuesto, no es casual: con ella Rohrwacher vuelve a conectar con sus referencias cinematográficas clásicas italianas, con Roberto Rossellini, el padre de la actriz, pero también con la madre, Ingrid Bergman (inolvidable, en su período italiano, en Stromboli o Viaggio in Italia), con la que Isabella, ya septuagenaria, tiene un más que evidente parecido físico.
(25-04-2024)
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