Rafael Utrera Macías

En capítulo precedente, la historia de la comedia cinematográfica nos ha permitido ver dónde estaban las fuentes originales de este creador, Woody Allen, así como quiénes fueron los coetáneos de su comicidad. Añadamos a ello, además, que otros aspectos parecerían tomados de Harry Langdon, sobre todo el habitual talante timorato frente a la decepción ante entornos adversos; del mismo modo, el personaje de tradición judía, derivaría de Chaplin/Charlot, quien, más allá de su “personal personalidad” deviene en autor total -de guionista a intérprete- de su obra en tan elocuente como larguísima filmografía.

Los mecanismos de la comicidad para la expresión de los temas antes mencionados se sirven de una potenciación del "ego"; podría decirse que, si los demás cómicos han recibido la tarta de crema en la cara, Allen suele recibirla en el inconsciente. A ello se une la capacidad para invertir las situaciones que son habituales, al igual que convertir algo muy solemne en tema muy trivial; en medio de una conversación de tonos altamente dramáticos, podemos oír intercalada una frase del tipo "sí, pero intentad buscar un fontanero en el fin de semana". Parece que Groucho lo estuviera observando desde detrás de una columna. Woody ha sabido recoger, personalizándola, la herencia de sus predecesores a fin de ofrecernos la mejor tradición cómica presentada bajo un prisma tan personal como original. El género, pues, cayó en buenas manos, y frente a ciertos malos augurios, podemos decir que sigue, al menos estilísticamente, gozando de salud, por más que los tiempos, los gustos, las tendencias, hayan cambiado sustancialmente y, el autor, atisbe ya, en lontananza, el estado nonagenario. Así pues, Allen ha integrado de forma muy personal todos los posibles antecedentes y ha convertido este género en la mejor expresión del "sentimiento trágico de lo cómico” en el cine contemporáneo, tanto en sus ramificaciones americanas como europeas.

De otra parte, con Woody estamos ante un humor tantas veces “intelectual” ya que sus preocupaciones e intereses van más allá de los hechos cotidianos; no será raro encontrar en sus parlamentos citas frecuentes a los modernos pensadores de la comunicación, caso de Marshall McLuhan, a los dramaturgos clásicos, como Shakespeare, o, incluso, a sus propios cineastas contemporáneos, de Bergman a Fellini. Las ideas que aparecen en sus guiones pueden encontrarse también en sus libros; vayan, por vía de ejemplo, dos de los más editados y populares, como “Sin plumas” o “Cómo acabar de una vez por todas con la cultura”. De este, tomamos un ejemplo que subtitula “Mi filosofía”, uno de cuyos párrafos, escrito para aliviar el aburrimiento de una convalecencia, reúne a los autores leídos en tal circunstancia, Kierkegaard, Sartre, Spinoza, Kafka, Camus, etc., y el resultado fue la fascinación producida por el feroz ataque que tales mentes desarrollaban contra la moral y el arte, la ética y la vida, sin olvidarse nunca de… ¡la muerte! Claro que, en otros fragmentos, de ajeno contexto, podemos encontrar aforismos de este calibre: “es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción”. Sigue así la línea dadaísta y surrealista que los Marx, especialmente Groucho, incorporaron a su obra. Escribe en prosa, unas veces, sucedáneos de poemas, otras; además de artículos, pequeñas piezas dramáticas, monólogos cómicos y variantes semejantes. A día de hoy, lo único que se le ha resistido, según admite, es la novela.

Los temas que se encuentran en su larguísima filmografía son múltiples y se diría que no tienen fronteras ni para alargarse ni para abreviarse cuanto la argumentación lo exija: la muerte, las mujeres, los judíos, el psicoanálisis, Dios, las artes, el absurdo, lo sentimental, etc., etc. Todo ello, interpretado, sugerido, dicho, por un tipo muy normal, más bien bajito y poco agraciado, con gafas, indumentaria desenfadada, abundante dosis de timidez, pantalones algo caídos, junto a unos deseos incontenibles de haber querido ser el doble de Humphrey Bogart; hubiera dado algo por ser el tipo de Casablanca, de Tener y no tener, de poder llamar “muñeca” o “flaca” a la chica que se le cruza en la esquina o a la salida de la cafetería. Pero, mientras eso llega, que no llegará, debe contentarse con contarle al psicoanalista lo que verdaderamente es y cuáles y cuántos son sus pequeños traumas de ciudadano ignorado, habitante de un pequeño apartamento en Manhattan, donde habitualmente ha vivido o, donde en el presente, tiene su oficina.


El contubernio de Allen o dos títulos anómalos en su filmografía: Lily, la tigresa y Zelig

Allan Stewart Konigsberg, nacido en Nueva York en 1935, adoptó desde 1952 el nombre artístico de Woody Allen. Hasta 1966, participó como actor, guionista, escritor, intérprete en Tv, y otras diferentes facetas en el ámbito del espectáculo. Su filmografía comienza en 1965, como guionista e intérprete, en ¿Qué tal, Pussycat?, y, como “director”, en 1966, con What's Up Tiger Lily?, rebautizada posteriormente, para su distribución mundial, como Lily la Tigresa. En España se estrenó en 1981 con el título El número uno. Lily la tigresa.

Se trata de una película japonesa, realizada dos años antes, dirigida por Senkichi Taniguchi, comprada por la firma norteamericana Benedict Production, y en la que Allen, además de “productor asociado” figura como “director” o “realizador”; entiéndase bien: en lo que podríamos definir como “una película de chinos”, el incipiente realizador norteamericano conserva las imágenes, pero elimina la banda sonora original, diálogos incluidos, para añadirle otra más que cómica y disparatada, sin excesiva correlación entre iconicidad y verbalidad. El drama pertenece a la imagen y la comedia a la audición.

El meollo de la cuestión está en la investigación efectuada por un agente secreto que debe resolver un caso singular: la desaparición de una receta de huevos duros. A partir de aquí, puede suponerse que las distorsiones iconoacústicas quieren brillar en su tratamiento y en el impacto sobre el espectador. El absurdo y lo burlesco se enfrentan a la belicosidad de las situaciones, al aparente sentido de unas y al distanciamiento significativo de su referente.

Y es que Allen, por sí o por consejo de sus productores, ha recurrido a un viejo truco del cine (al menos desde que se inventó el sonoro), consistente en “doblar” mediante diálogos disparatados, hilarantes, chistosos, cualquier pobre film cuya calidad no necesite ponerse en entredicho; en este caso, una película de mucha acción, un cómic perfecto, se somete a la operación de desnudarlo de banda sonora o acoplarle los suficientes disparates para quedar convertido en comedia lo que nació drama.

El bueno de Woody, compartiendo “realización” con Senkichi Taniguchi, nos explica desde la adustez de su estudio, las características del “trabajo”. Tal vez, en la versión americana, el guion literario de Allen hasta ha tenido algún interés por cuanto el diálogo tiene que estar bañado de actualidad y de ingenio; lo que es la versión española, poco tiene que ver con lo que el autor querría decir. Pongamos algunos ejemplos de cuanto se oye en la banda sonora “a la española”. Algunos nombres: Iparraguirre Goicoechea, Apostata Ta, Chinito de Huelva; algunas frases: “Yo tampoco lo haría forastero…”, “…devuélveme el rosario de mi madre…”, “…haremos el truco del almendruco…”, “…estoy fatal del lumbago…”, “…vayas donde vayas… bocadillo de caballa…”, “…en la sala de proyección, no; lo tiene prohibido el sindicato…”. Este “contubernio” de imágenes japonesas con palabras americanas ha resuelto ser “alianza vituperable”. A Woody Allen sólo le vemos la cara en su despacho de productor…

El procedimiento llevado a cabo por el cómico americano adolece de ser original. Sin ir más lejos, en nuestro propio cine, los humoristas Tono y Mihura desplumaron a una sesuda película alemana para, con sus personales diálogos, convertirla en Un bigote para dos. Posteriormente, las interpretaciones de Carmen Sevilla y Ricardo Montalbán en Los amantes del desierto se transformaron debidamente para que la actualidad política española fuera el sujeto sonoro de lo que se bautizaba con el nuevo título de El asalto al castillo de la Moncloa.

(El lector interesado tiene la película de Allen disponible en Filmin)


Zelig: ¿falso documental o buen documental?

Allen empezó su carrera cinematográfica en pequeños papeles de actor; en los años sesenta del pasado siglo, interpretó ¿Qué tal Pussycat? y Los USA en zona rusa, aunque su popularidad nació con Sueños de seductor, un producto dirigido por Herbert Ross, en el que actuaba junto a su compañera Diane Keaton en posteriores y personales films. Como director se estrenó con Toma el dinero y corre, en el que ya se encuentra todo su personal repertorio temático y los que serán “gags” más frecuentes en su estilo. Ahí quedan Bananas, Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar, El dormilón, Annie Hall, Interiores, Manhattan y Zelig.

En esta última rompió con los esquemas estilísticos hasta entonces utilizados, por lo que se convirtió en una pieza singular; como la preparación duró dos años, se entretuvo filmando Recuerdos y La comedia sexual de una noche de verano, con lo que el contraste entre estilos y, sobre todo, planteamientos de género, se hizo más que evidente. Su presentación en festivales europeos evidenció que, con Allen, había regresado el puro humor, el buen humor.

Sus centros de interés pivotaron sobre dos aspectos distintos: de una parte, la comicidad emanada de la propia historia reflejada en el guion; de otra, la admiración por el elemento cinematográfico que el director se atrevió a filmar. La historia se centraba en un “hombre-camaleón”, un ser humano con las habilidades o debilidades necesarias para imitar, ser, actuar, de forma semejante a la persona que esté a su lado; lo mismo adquiere la opulencia y el semblante del chino, que la opulencia de formas del súper-obeso de enfrente, la peor ideología nazi o la demócrata más sensata.

Su personalidad se proyectaba sobre un fondo social que le permitía utilizar las imágenes y la estructura del documental; así nació el experimento fílmico, la aventura que, Allen, se atrevió a hacer poniendo en juego diez millones de dólares de la época. Los géneros quedaban manipulados hábilmente combinando la comedia con el material de archivo, la ficción con la realidad extrayendo elementos de una para potenciar a la otra. La apariencia de biografía le permitió ofrecer la presencia de la “anormalidad” contrastada con la “normalidad”. Sobre ella, se monta una historia de amor y un cúmulo de referencias sociales que proporcionan el ambiente de la época, de cada época, según los casos. Woody se vale aquí, una vez más, del tema del “doble”, ya traído desde la misma literatura, ya desde la misma cinematografía. En este caso, representado no por medio de “otro” sino por medio de “muchos”; es la capacidad camaleónica de Zelig la que se ofrece como novedad, como motivo freudiano con el que experimentar. El trompetista de jazz, el bateador de béisbol, el rabino, el negro, cualquier otra variante ocasional sirve para modelar la secuencia.

Lo que se muestra en este film es una “metaforización” del tipo habitual del actor, la clave de su comicidad emana del contraste visual o gestual. Sin embargo, siendo estilísticamente importante el aspecto señalado, no podemos olvidarnos de la voluntad experimentadora que el creador se ha propuesto; la debatida cuestión de los géneros cobra aquí una nueva carta de naturaleza. ¿Estamos ante un documental, una comedia, una mezcla de ambas, ninguna de ellas…? Si los espectadores buscamos los puros caminos de la comedia, lo mejor, acaso sea, simplemente, reír…

Ilustración: Una imagen de Zelig (1983), dirigida por Woody Allen.