Tras la reconciliación con su público que supuso la fresca, evanescente, divertida, jocundamente inteligente La comedia sexual de una noche de verano, Woody Allen afronta la que probablemente es una de sus películas formal y temáticamente más atípicas, también una de las más interesantes. En Zelig el cineasta neoyorquino se sirvió espléndidamente de documentales filmados en los años veinte, que combinó con genial intuición con secuencias rodadas al efecto. De esta forma se nos presenta el retrato, irónico pero en absoluto exento de ternura, de un hombre, cuyo nombre da título al filme, tan tímido y deseoso de agradar a todo el mundo que inconscientemente cambiaba su morfología, asemejándola miméticamente a las de las personas que le rodeaban.
Zelig es, desde luego, una pequeña (por metraje, apenas ochenta minutos, no por otra cosa) joya del cine, una valerosa obra contra corriente que fue unánimemente elogiada por la crítica. Nos descubrió una nueva de las virtudes woodyanas, la de la innovación, la anticipación de fórmulas que con el tiempo se hicieron comunes. El concepto de mezclar imágenes de ficción filmadas “ad hoc” con las de viejos documentales, todo ello en intersección en un mismo plano, se anticipó en once años a lo que hizo, en esa misma línea, Robert Zemeckis en su célebre Forrest Gump.
Deliciosa, casi suicidamente rodada en bellísimo blanco y negro, Zelig es una de las obras mayores de un cineasta de pequeña talla física pero que, al menos en aquellos años setenta, ochenta y primeros noventa (del siglo XX, se entiende), era un gigante cinematográfico, una garantía de cine siempre interesante, con frecuencia extraordinario.
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