CINE EN SALAS
El lacerante tema de la inmigración irregular desde África hasta Europa es el centro y eje de este nuevo film de Benito Zambrano. Es legendaria la frase de François Truffaut, “prefiero el cine a la vida”. A veces, como en la película de Zambrano, la vida le gana al cine... Porque El salto no es una película redonda, ni mucho menos. Sus personajes resultan más cercanos al cliché que a las personas de carne y hueso que intentan representar, tanto los inmigrantes como los españoles que los ayudan o rechazan, así como los componentes de las mafias que los extorsionan y maltratan.
Y, sin embargo, El salto funciona: no por su envoltura cinematográfica, sino por la verosimilitud de lo que se nos cuenta, que no es otra cosa que un cúmulo de situaciones que se dan todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años... desde hace ya demasiado tiempo. La acción se inicia en Madrid, en nuestros días; conocemos a Ibrahim, un inmigrante de Guinea Conakry que está en España en situación irregular, “sin papeles”, como coloquialmente se dice. Trabaja en una obra como albañil, está bien considerado por sus superiores... pero ese trabajo lo lleva a cabo con la documentación de otra persona. Ibrahim mantiene una relación sentimental, como si fuera conyugal, con Mariama, que espera una hija de él. La situación de la pareja no es buena, viviendo todos en un piso patera y con horarios extenuantes, pero al menos están juntos y tienen esperanza en el futuro con la niña que viene en camino. Un día, la policía detiene a Ibrahim y le pide los papeles. Al no tenerlos, es internado y en un procedimiento muy rápido, en pocos días es expulsado de España, a pesar de los esfuerzos de Mariama y de los abogados de las asociaciones de ayuda a los inmigrantes. Ibrahim, antes de partir, le promete a su mujer que volverá como sea, y pronto lo vemos ya dispuesto a cruzar el Mediterráneo en patera...
Como decimos, el mayor valor de este film es extracinematográfico: por primera vez, si mal no recordamos, vemos en pantalla, en una película de corte comercial, las vicisitudes de un inmigrante que, tras ser expulsado de España, intenta volver a entrar saltando la valla de Melilla, esa valla entre Marruecos y la ciudad española (junto a Ceuta) del Norte de África que, de una forma u otra, se ha cobrado ya la vida de un buen número de personas que han intentado sortearla. Ese es el valor real de este El salto, que por lo demás recuerda bastante al cine social de Ken Loach, un cine que apuesta claramente por los más desfavorecidos, en este caso las personas que desde África llegan a Europa buscando un futuro mejor que el que tienen en sus países de origen, de los que escapan por guerras, o por hambrunas, o por represiones del sátrapa de turno. Ponerse en su lugar, ver el salto de la verja no desde el punto de vista europeo, como hacemos cuando los telediarios nos dan las imágenes correspondientes, sino de la persona que, contra toda esperanza, intenta superarla, es el mayor mérito de esta película cinematográficamente quizá insuficiente, pero que ciertamente llega muy dentro porque intuimos, porque sabemos, que lo que aquí se nos cuenta ha pasado de verdad, no todo a unas personas concretas, sino como resumen o compendio de las muchas tropelías, de las muchas barbaridades que estos pobres infelices han tenido que afrontar para llegar a ese Edén que, pronto lo verán, tiene poco de paraíso y, al menos para ellos, mucho de infierno.
Film poco distinguido, entonces, como producto cinematográfico (al margen de que, por supuesto, cumple holgadamente con una correcta caligrafía fílmica), El salto es el típico ejemplo de la película que te gana por su tema, aunque su plasmación en una pantalla no haya sido todo lo buena que hubiéramos deseado.
A los actores y actrices, en concreto a los de etnia africana, todos ellos con experiencia previa, en algunos casos muy dilatada, los vemos muy entregados, aunque a veces no demasiado creíbles; los españoles, como Vicky Peña y Mari Paz Sayago, cumplen bien con sus personajes, aunque sobre el papel también son un poco estereotipos, circunstancia que se extiende a prácticamente todos los roles del film, africanos y europeos. La música, original del generalmente inspirado Pascal Gaigne, esta vez no la vemos muy afortunada, insistiendo demasiado en los sones melodramáticos, como queriendo dar pena.
Ya lo decíamos al principio: a veces, la vida le gana al cine. Este film no es lo bueno que hubiéramos deseado, pero sí permite una visión inusual de uno de los temas más lacerantes de nuestro tiempo: un rótulo al final de la película nos recuerda que entre 2013 y 2024 murieron en el Mediterráneo 27.000 personas al intentar cruzarlo en pateras; otro rótulo nos informa que de aquí a 2050, Europa necesitará 60 millones de personas para rejuvenecer su población, aquejada de un envejecimiento acelerado, cuando no vertiginoso. De esa paradoja numérica hay que extraer, por supuesto, la tragedia de cada una de esas 27.000 personas muertas por buscar un futuro mejor; ya lo dijo el matemático cínico: un muerto es una tragedia, un millón de muertos, una estadística.
Algo hay que hacer, y lo curioso del caso es que la solución es más que conocida; las mejores cabezas de nuestro tiempo (o sea, no los políticos que nos asuelan, en España, Europa y todo el mundo, que son “las peores cabezas”...) ya dijeron hace muchos años que lo que hace falta es un plan Marshall para África, invertir dinero en el continente negro para que la gente pueda tener un futuro allí, sin tener que arriesgar la vida emigrando a una Europa reticente, cuando no claramente hostil. Invertir allí recursos económicos para que la vida prospere, para que la educación y la sanidad tenga unos estándares europeos, para que aquellos que vienen, que suelen ser los más preparados (aunque después aquí los pongamos a limpiar retretes...), no abandonen sus países y, sin quererlo, los hagan más pobres social, cultural, científicamente. Un plan Marshall, entonces, miarmas, que está todo inventado... A lo mejor es que eso de invertir miles de millones de dólares, o de euros, en un continente poblado por negros o musulmanes, o ambas cosas a la vez, les resulta estomagante a los que en los años cincuenta no tuvieron duda en hacerlo en un país de gente blanca, rubia y de ojos azules. Claro que eso tiene un nombre feo, desde luego, muy feo...
(13-04-2024)
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