Si hay una escena en la que se condensa toda la película, sería aquella en la que Clint Eastwood, por primera vez en una carrera de cincuenta y tantos años, llora en pantalla. Es sólo una lágrima, una furtiva lágrima (perdón por el cultismo belcantista: no me he podido resistir), pero qué lágrima… Es un terremoto, como si el cielo se hundiera sobre nuestras cabezas: uno puede imaginar que llora un camionero, un boxeador, un luchador de “catch”, un “psycho-killer”, un enterrador… pero que llore Eastwood, para eso no estábamos preparados…
Vaya por delante que Gran Torino no es la gran película que algunos han querido ver: se ve que aún deben tener mala conciencia de la época en la que motejaban al bueno de Clint de fascista, racista, xenóbofo y otras lindezas. Cuando descubrieron la hermosa mariposa que se escondía bajo la crisálida, parece que quisieron hacerse perdonar sus críticas culposas elogiando sin medida incluso un film como éste, cuyas carencias están a la vista: la primera, la de un guión lleno de tópicos, desde el personaje central, un envarado cascarrabias al que todo en la vida le parece mal, y lo que peor le parecen son sus vecinos de Extremo Oriente; la segunda, la presencia de materiales no precisamente nobles (vale decir Karate Kid); la tercera, la utilización del guión a capricho de su novel autor, con idas y venidas que están metidas con calzador (esa chica “amarilla” y su medio noviete “blanquito” metiéndose como palurdos en un barrio “negrata”, sólo para que nuestro protagonista pueda llegar como el Séptimo de Caballería del Imserso…).
Pero, y eso es cierto, la dirección de Eastwood mejora la mediocre materia prima: con la elegancia que el tiempo y el talento le han ido confiriendo, Gran Torino se convierte pronto en una especie de contrafigura de aquel héroe (o antihéroe) que el actor y director pusiera en pantalla en los años setenta, Harry el Sucio, en una serie cinematográfica que labró la pésima fama que el cineasta arrastró durante años. Así, lo que en la serie “harriana” (si me permiten el palabro) era venganza absoluta, aquí será absoluta ley, tanto más extraña cuanto que el protagonista se pone la culata del rifle en la cara con más facilidad que se bebe una cerveza (y se bebe muchas, vive Dios…).
Finalmente hermoso en su canto a la justicia (perdón, a la Justicia, esa que por estas tierras no conocemos…), el nuevo film de Eastwood se redime así de sus fallas y fallos, y el protagonista deviene en personaje de carne y hueso, a pesar del cartón-piedra en el que lo cinceló su mediocre guionista.
Punto y aparte para la divertida secuencia en la barbería, con Eastwood, su amigo peluquero y el adolescente oriental al que el protagonista ha acogido muy a su pesar: un pequeño prodigio de diálogos chispeantes, una situación resuelta con mano maestra. Otra acotación: en una de las escenas de más impacto del filme, ésa que provocará posteriormente la furtiva lágrima de quien jamás había llorado delante de una cámara, hay un momento de una intensidad emocional insoportable: un vaso con licor de arroz que sostiene el personaje de Eastwood, ante el impacto sentimental recibido, cae al suelo: es algo que parece banal, que hemos visto en tantas películas… pero aquí tiene un efecto devastador, es como el catalizador de la embravecida rabia que tanta iniquidad ha despertado, como un brutal “uppercut” en el plexo solar: qué fácil parece hacer cine desde las cenizas de un guión mocho, pero qué difícil es, en realidad, sacar oro de la ganga…
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